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Mira

19, octubre 2014 - 11:48

┃ María Vega

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México.- A los 61 años, la mexicana Laura Vaca, campeona mundial de natación categoría máster, se niega a ver la vida con sus lentes para la vista cansada y mira adelante con la misma ambición de cuando tenía 15 y alcanzó dos finales olímpicas.

“Como entonces, todavía se me quita el hambre el día antes de las competencias. Vivir eso a mi edad es más hermoso que ganar medallas de oro”, explicó Vaca en una entrevista con Efe.

Y es que en septiembre pasado empleó 9h 34:23 minutos para cruzar a nado los 36 kilómetros que separan a la isla italiana de Capri de la ciudad de Nápoles.

Laura es una sobreviviente de la generación del estadounidense Mark Spitz, ganador de siete medallas de oro en los Juegos Olímpicos de 1972.

Sin embargo, a diferencia del mítico campeón, ella no solo se mantiene activa, sino que ha encontrado la manera de cumplir el mayor sueño de la raza humana: burlarse del paso del tiempo.

Eso no se refiere a la ausencia casi total de arrugas en su rostro, sino en la escasa merma de su rendimiento.

En los Juegos Olímpicos de México 1968, terminó en octavo lugar en los 800 metros estilo libre con un tiempo de 10:05.06 minutos y 46 años después, en agosto pasado, ganó el título mundial máster con un registro apenas 52 segundos más lento.

Lo que pasó cuatro semanas más tarde en el trayecto de Capri a Nápoles fue una confirmación de que la edad, por encima de todo, es un asunto de la mente.

“Quería hacer algo complicado, exigente para una nadadora de alberca como yo, entonces encontré esta ruta con fuertes corrientes, un grado de dificultad adicional”, contó.

En el amanecer del 13 de septiembre, Vaca y su entrenador Jorge Villegas tomaron el primer barco de Nápoles a Capri. No tenía hambre por la emoción, pero en el camino desayunó plátano con proteína y se comió un sandwich de pavo. Al llegar le regaló unos pétalos de rosa al mar, su manera de establecer comunión con el entorno.

“El inicio fue duro por el oleaje con corrientes transversales, entonces me concentré en hacer larga la brazada, en no abrir mucho la boca y en agradecer la salud”, dijo.

Como una niña, Laura se alimentó con un biberón. Tomó proteínas y electrolitos y cuando lo hizo, cambió del estilo libre al de espalda.

Después, en la quinta hora, el cansancio la invitó a abandonar y en la séptima apareció la crisis con un pinchazo en un glúteo provocado por una improvisada ciatalgia. “No soportaba el dolor en una pierna, pero empecé a relajarme y me recuperé”, explicó.

Como sucede con los maratonistas, los nadadores de fondo se inventan trampas mentales para vencer el cansancio extremo. A Laura se le ocurrió lanzarle piropos al mar. “Fue algo loco, le dije que era un mar hermoso y le pedí complicidad para llegar”, reveló.

Después de ocho horas, su boca estaba lacerada y la lengua hinchada. Comió unos gajos de pera y así alivió las ganas de vomitar. Un rato después, primero vio la costa y luego basura en el mar, señal dolorosa de que estaba cerca del lugar donde suelen habitar las personas.

Nadó hacia la orilla concentrada cuando, de repente, una mujer le gritó desde el barco. “Venga Lau, 50 metros”.

Pasadas las cinco de la tarde, sintió tener las fuerzas necesarias para nadar de regreso a Capri si hubiera sido necesario, un espejismo causado por el exceso de alegría. Entonces cerró con estilo como en sus tiempos de finalista olímpica y tocó la meta cuando el reloj marcaba 9h 34.23.

“No me gusta pensar mucho, prefiero concentrarme en vivir”, dijo con la solemnidad de una sacerdotisa conocedora de la clave para convertir los milagros en cosas hechas.

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