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Mira

7, agosto 2017 - 10:35

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda 

Ilustración Víctor Nieto 

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Si usted me lo pregunta yo le podría decir que sí, que don Raúl llevaba raro algunos días. Pero vamos, hombre, quién no iba a estar raro esa semana en la que nos jugábamos tanto. Además, qué le puedo decir, si usted hubiera visto las filas que se hacían para conseguir los boletos, lo entendería. Al viejo yo lo veía cansado de tanto mover las manos y contar los pesos y los billetes para que no se le fuera nada. Usted conoce al señor Tomás. Ya sabe que para eso del dinero es una fiera, y como que huele cuando le falta algo. Por eso no se me hizo extraño que el pobre don Raúl no bromeara ni con la gente. A mí apenas me contestaba cuando teníamos un tiempito libre, pero eso era poco porque luego luego se nos juntaba la cola.

Y es que, qué le puedo decir, señor. Tenía rato de no ver a la gente así. Tan loca, tan desesperada por conseguir los boletos. Se vendían como pan caliente y uno ya no está acostumbrado a semejante joda. Aunque lo entiendo, nuestro amado Deportivo Acevedo se enfrentaba ante el odiado Universitario, en un partido que definía nada más y nada menos que el ascenso. Ellos tenían la ventaja de que con un empate les bastaba, éramos nosotros los que teníamos que hacer el gasto y salir a ganar. Pero se sentía, señor, le juro que se sentía, sabíamos que con nuestra gente podía ser suficiente. Si usted viera la fe de todos para regresar al lugar que nos merecemos, en Primera, señor, en Primera.

Puedo asegurarle que a don Raúl lo conozco bien. Varias veces he ido a su casa. Conozco a su señora. Y al Pablito ni se diga. Vive con ellos desde que se le murió la mamá. El padre es de esos que se fue un día y ya no regresó, pero ni falta que le hace, el señor Raúl ha procurado siempre al chamaco y lo trata como a un hijo. Si los vieras, los domingos, en la cancha. El Pablo llega unos minutos antes de empezar el partido, cuando ya la taquilla cierra y con los boletos que sobran nos podemos ir al graderío. Ahí los ves casi corriendo por las rampas, el niño que jala al abuelo que apenas y puede, pero que igual se apura, y ahí van cantando mientras el eco de las gradas les retumba a la espalda. Hasta que llegan y se cuelgan los trapos y alientan desde la popular.

Y es que le digo que yo sí notaba raro al señor Raúl. Y le preguntaba qué le pasaba, pero me daba vueltas y mientras seguía con las cuentas me decía que nada. Que era todo el cansancio y todos los nervios juntos. Y uno sabe que esos dos nunca son buenos compañeros. No se llevan. Y a mí como que me daba miedo que en una de esas algo le pasara. Yo más o menos ya le iba intuyendo por dónde iba la cosa. El Pablito llegaba diario a la salida y no hablaba de otra cosa más que del partido contra el Universitario. Y el viejo como que se quedaba callado, como que se incomodaba. Y el Pablito como que más insistía en que el domingo los pobres se iban a comer una goleada de aquellas, y que gritarían los goles como se gritan en las ocasiones importantes.

Fue en una de esas cuando ya estábamos por cerrar la taquilla que me animé a tirarle el puntapié definitivo. Uno de esos centros rasos que, o mete el nueve o termina empujando el defensa, pero que igual acaba en gol. Era obvio, le dije, que el tacaño de don Tomás no nos daría boletos para este partido. Que seguro estaba que para el sábado en la tarde no sobraría ninguno. Y un poquito más en confianza le solté que cómo pensaba decirle al Pablito que no, que para este partido no habría forma alguna de entrar a la cancha, que tendrían que conformarse con verlo en la televisión o de perdida escucharlo por la radio.

Y te lo juro que pocas veces vi así a don Raúl, con la cara tan pálida, con los hombros casi vencidos, con los ojos rojos al borde del llanto. Entonces traté de consolarlo pero no hubo forma. Le dije que no se preocupara, que el Pablito seguro lo entendía, pero eso sólo se lo dije para tranquilizarlo, porque imagínate qué haría yo si de repente el viejo se me desvanecía en plena noche.

Por eso es que no me sorprendió que al final haya hecho lo que hizo. Porque estoy seguro que el Pablito no lo iba a entender, y estoy seguro también que don Raúl no estaba dispuesto a perderse el partido más importante de la temporada. Ni a desperdiciar la oportunidad de vivir con su nieto la alegría más grande en años, y por supuesto, tampoco podía dejar de lado la posibilidad de consolarlo en caso de que los dioses del futbol les dieran la espalda, y les propinaran uno de esos golpes brutales que cuando uno es niño parecen fulminantes, pero que cuando uno ya ha vivido lo suficiente sabe que ya después les llegará otra. Pero eso hay que decirlo, no es que se sepa de la noche a la mañana.

Como era de esperarse, para el sábado en la tarde ya no había más boletos. Si usted hubiera visto la cara de la gente que se quedó formada aunque les apagamos las luces, y les dijimos por la bocina que ya, que era inútil, que no había más, que gracias infinitas por su apoyo, y que arriba el Deportivo Acevedo. La rechifla que nos llevamos. Pero fue una de esas rechiflas que no duelen, porque sabíamos perfecto lo que esas personas estaban sintiendo bien adentro, esa rabia contenida que da el querer y no poder.

Fue entonces que nos despedimos. La taquilla estaría cerrada el domingo por lo que a don Raúl lo vería hasta después. Nos abrazamos para desearnos suerte y en el abrazo el viejo me dijo que tenía una idea. Que no aguantaría estar lejos del equipo sin sentir la emoción de estar por lo menos en el estadio, aunque fuera en el estacionamiento, escuchando por la radio la narración combinada con el grito de la gente, ese rugido que presagia el gol o que se queda a medias, cuando el balón pasa rozando el palo y el latido de las multitudes se contiene.

Y yo le dije que no pero don Raúl estaba necio. Me decía que pensara en el Pablito, en la ilusión que le daría escuchar al menos los goles. Y que ya después nos iríamos a celebrar con la gente, y cantaríamos, y sentiríamos la alegría de estar en Primera una vez más. Entonces no me quedó de otra y el domingo a medio día ahí estábamos don Raúl, el Pablito y yo, bien puestos los tres. Con nuestros trapos y tres banquitos, y la radio con su antena mirando bien al cielo. Y los minutos pasaban, y mientras la gente entraba eufórica, nosotros saludábamos a los amigos, y se nos acababan las formas de decir que sí, que allá adentro los veíamos, que allá nos encontrábamos.

Entonces, cuando faltaban como 10 minutos, don Raúl se me quedó viendo y alcancé a notar cómo la sonrisa le fue naciendo en la cara. Una de esas sonrisas que aunque se quieran ocultar resultan implacables. Y fue ahí que guardó la radio y se levantó, y luego fingió ponerse serio mientras sacaba tres boletos de la bolsa trasera del pantalón. Y al Pablito, pobre, casi le da algo. No se la creía, o bueno, no nos la creíamos y mientras caminábamos yo le preguntaba desesperado al viejo que cómo le había hecho, que cuándo los había comprado, pero ya era tarde, el Pablito se le había adelantado y don Raúl lo seguía con pasos firmes por esas rampas eternas.

Ya adentro, bien colocados en la popular, con los nervios de punta, insistí en preguntarle de dónde había sacado los boletos si yo mismo vi cómo se habían acabado, cómo desde la noche anterior no quedaba ni uno en todo Acevedo. Y entonces volví a ver esa misma sonrisa en don Raúl mientras me explicaba que el avaro del señor Tomás le había pedido que le guardara tres boletos para su mujer y sus dos hijas, que por favor se los dejara en la mesita de la taquilla, que él los recogería el domingo antes del partido. Y que desde luego, gracias a esos boletos nosotros estábamos ahí.

Cuando le dije que estaba loco, que nos iban a correr, fue que cayó el gol del Deportivo,  de nuestro Deportivo, y después casi seguido cayó el segundo y luego el tercero. El Pablito saltaba de un lado a otro y don Raúl no paraba de llorar. Por supuesto, me dijo, claro que estoy loco, pero mira a tu alrededor y dime quién aquí se escapa de esta locura. Somos unos locos, pero de primera, le dije. Y luego cantamos y gritamos que sí, que el Deportivo Acevedo había vuelto para quedarse por el resto de los días.

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