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14, agosto 2017 - 8:14

┃ José Ángel Rueda

nota-futm-relato

Por José Ángel Rueda

Ilustración: Víctor Nieto 

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Hace unos años, si uno iba manejando por la carretera federal, justo detrás de los montes, se podía ver la cancha. Claro que para que eso ocurriera el cielo debía de estar despejado, porque en estas tierras en invierno la niebla se hace densa y entonces no se alcanza a ver nada, ni la cancha, ni Acevedo, ni el poblado de Salvatierra, el cual se encuentra un poco más al fondo. Cuando decimos cancha nos referimos a un recuerdo, claro está, porque a eso, a lo que se podía ver por esos días cuando uno iba manejando por esa recta interminable, justo después de las curvas que rodean los cerros, por ningún motivo se le podía llamar cancha, porque los postes eran fierros oxidados, a las redes ya no las movía ni el viento, y en lo que debía de haber pasto había charcos que parecían lagunas, porque en estas tierras muchas veces llueve a cántaros.

Desde luego que hubo un tiempo donde todo fue distinto. Días en los sirvió de escenario de partidos épicos entre los dos poblados más próximos. Acevedo y Salvatierra, y esa cancha que parece estar justo a la mitad, en una tierra que es de nadie, pero que es de todos. Cuentan las crónicas locales que los equipos de aquellos pueblos no se podían ver ni en pintura, y que entonces cada uno llegaba por la tarde y tomaba la mitad del campo, y el otro la otra y así, sin hablarse, se dedicaban a lo suyo hasta que cayera la noche y el frío calara en lo hondo. Contacto, lo que se dice contacto, únicamente lo había en los días de partido, el último domingo de cada mes.

La relación entre ambos equipos era mala. Y lo peor era ver cómo el odio iba tomando fuerza con el paso del tiempo. Hasta que sucedió lo inevitable. Uno de esos cielos azules de noviembre fue testigo de la mayor tragedia de la que se tenga registro en esas tierras, cuando la pasión se desbordó y desde las gradas comenzaron a caer piedras y palos. Entonces, ante tal alboroto, nadie encontró manera de apaciguar los ánimos y aferrados a sus rencores, convirtieron el juego de todos en barbarie. Hubo heridos y por poco muertos, y después de eso en esa cancha no se paró nadie por años.

Sin embargo, fue por una de esas casualidades de la vida que Don Víctor Barba y Don Raúl Regueiro se tuvieron que encontrar. Paralizados, a un costado de la carretera federal, se vieron y por minutos no supieron ni qué hacer. Mientras uno desviaba la mirada al horizonte el otro simulaba buscar algo en el suelo, hasta que fue inevitable el saludo, frío como las mañanas, pero al fin saludo que sirvió para romper el hielo. Cabe aclarar que Don Víctor Barba era el líder del equipo de Salvatierra que aquella tarde se enfrentó a Acevedo, Don Raúl Regueiro, sobra decirlo, era quien comandaba el otro bando. Pese a la rivalidad, ambos tenían una relación de respeto.

Fue por eso que la sorpresa los dejó atónitos y les costó empezar, pero una vez en confianza, se subieron a la vieja camioneta de Don Víctor para cubrirse de un sol seco y quemante, entonces se hicieron las preguntas de rigor sobre la familia y la vida, los años y la salud. Fue inevitable el recuerdo. Así como inevitable resultó también el acuerdo de un encuentro futuro, un partido que sirviera como una lija gigante capaz de borrar cualquier tipo de aspereza. Pero esa era su voluntad, no la de sus pueblos. Así que la cosa no sería fácil.

Y en efecto, no fue fácil para ninguno de los dos convocar a su gente y dar la noticia. Hubo muchos que apenas al escuchar la idea daban la media vuelta y se iban lejos. Pero también hubo otros a los cuales no les desagradó la posibilidad de que la pelota volviera a rodar en esas tierras. Así que entre dimes y diretes se formaron los equipos y acordaron verse en la cancha para plantear las condiciones.

Fue por la mañana que aquella cancha, esa que se alcanza a ver cuando uno va manejando por la carretera federal, volvió a ser visitada. Esa cancha convertida en potrero por los casi 20 años de olvido. Fue el silencio el principal protagonista de esos primeros minutos de encuentro. Esquivando los charcos, colocados en lo que suponían era el medio campo, Don Víctor Barba y Don Raúl Regueiro, cada uno con su equipo por detrás, como si de un respaldo eterno se tratara, miraron atónitos la destrucción y, con pesar, calcularon el trabajo que representaría arreglar todo eso, pero, conscientes de no tener de otra, unieron fuerzas para que la cancha volviera a ser cancha.

Eso sí, bien dicen que el orgullo es lo último que muere en un ser humano, así que fieles a sus costumbres cada pueblo arregló su mitad. Los de Salvatierra el lado izquierdo, y los de Acevedo el lado derecho. Lo mismo ocurrió con las gradas. Y así, después de semanas de trabajo arduo, la cancha volvió a ser cancha. Con sus líneas bien pintadas sobre un césped que poco a poco se iba haciendo parte de la tierra. Con los postes blancos y brillantes. Con las redes a merced del milagro del gol.

Fue así que llegó el último domingo de diciembre. Uno de esos domingos soleados en los que el viento frío que llega desde el sudeste suele limpiar el cielo. La expectativa en ambos poblados era grande y en la cancha no cabía ni un alfiler. El graderío repleto daba la idea de ser un mosaico gigante de colores rojo y blanco, porque en Salvatierra siempre han sido rojos y en Acevedo blancos.

Si uno fuera capaz de observar todos los gestos de las personas podría descifrar el mundo. Porque había que ver las caras de Don Víctor Barba y Don Raúl Regueiro para saber lo que representaba ese partido. La emoción que sentían al ver a la redonda nuevamente rodar por aquellas tierras tan apasionadas. El partido comenzó trabado, tenso, como al filo de algo a lo que todos temían. Pero algo hay de cierto, eran nuevas generaciones, las rencillas se habían enfriado con el paso de los años.

El “Negro” Rovira y Antonio Plata fueron los anotadores. 1-1 final. En el medio campo, Don Víctor y Don Raúl acordaron que no, que esa tarde soleada de diciembre no habría vencedor. Que ya mucho habían ganado con volver a vivir la fiesta del futbol como para que alguien se fuera triste a casa. Y que en todo caso, el próximo mes, en el siguiente partido, las cosas serían distintas.

Hoy, si uno va manejando por la carretera federal y el cielo despejado lo permite se sigue viendo la cancha. Una cancha que resalta sobre el paisaje árido y que desde su verde más profundo retrata su grandeza. Regularmente hay niños que juegan y que dividen el campo en dos, sin embargo, de vez en cuando y cuando nadie los ve, se dan el lujo de romper las reglas y jugar entre ellos. Y el blanco y el rojo se juntan mientras en Acevedo y Salvatierra el eterno partido de la vida sigue su curso.

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