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4, septiembre 2017 - 10:27

┃ José Ángel Rueda

rojiblanco

Por José Ángel Rueda

Ilustración Víctor Nieto 

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La vida de un aficionado al futbol a los siete años no es fácil. Exige responsabilidades. Es la edad en la que uno empieza a buscar equipo de una manera consciente. Pero, ¿qué pasa cuando ni aunque quieras, ni aunque lo busques con todas tus fuerzas, lo encuentras? 

Para un niño de siete años hay pocas cosas que importan en serio, pero regularmente esas cosas representan algo sagrado. Una de ellas es elegir un equipo de futbol. Dicen que lo normal es que éste te elija a ti, que un buen día quedes casi flechado por los colores y, entonces, desde ese momento y para siempre, te resulte imposible cambiar.

Y es que no tener un equipo definido le comienza a volar la cabeza a uno. En la escuela, cuando los compañeros llegan los lunes por la mañana, en esos momentos previos a los que la directora sale y pide que nos formemos para luego hacer honores a la bandera, y todos hablan de su equipo el fin de semana, que si ganó, que si fue justo, que si fue un golazo, y uno como que no sabe qué decir, cómo reaccionar. Hasta que llega un día que todo cambia.

Como todas las historias, ésta también requiere su parte épica para permanecer por siempre en los recovecos de la memoria. América y Chivas habían empatado la noche del domingo en el Azteca y en el patio de la escuela no se hablaba de otra cosa. Uno podía advertir cómo las voces del partido se mezclaban con los gritos de los más pequeños. Esa mañana comprendí realmente que alguien que amaba el futbol tanto como yo no podía ir por la vida sin tener un equipo al cual apoyar los domingos.

Ya antes lo había intentado sin obtener resultados. Vele al América, campeón, me decía cada fin de semana mi padre cuando nos sentábamos en la sala a ver los partidos. Y es que irle al equipo familiar hubiera sido lo más fácil, pero siempre he sido un tipo complicado. Por aquellos días yo no tenía mucha noción de lo que representaba la palabra crecer. Escuchar el alboroto del patio me dio el aviso de que tal vez mi primera decisión importante tenía que ser esa, elegir unos colores y defenderlos a muerte, emocionarme con ellos, sufrir, llorar y reír.

Fue entonces que un sábado por la noche, ya con la pijama puesta, recostado en la cama, alumbrado apenas por la breve luz de la lámpara, se me ocurrió la idea que habría de cambiarme la vida. El plan era sencillo y libre de complicación, se lo dejaría todo a la suerte, al destino. La idea consistía en que el domingo por la mañana, durante el tradicional partido en el parque, estaría atento a la gente que pasara. La primera playera que viera, fuera del equipo que fuera, se convertiría en el mío.

Entonces intenté dormir, pero rápido perdí la cuenta de las vueltas que di en la cama sin poder conciliar el sueño antes de caer rendido. Al despertar, mi papá ya estaba preparando todo para irnos al parque. Yo me moría de los nervios. Bajé las escaleras y me costó trabajo tomarme el licuado de plátano que mamá siempre hacía antes de irnos a jugar. Salimos de la casa y yo iba callado, cosa rara, y mi papá sólo se me quedaba viendo, como queriendo preguntarme qué era lo que me pasaba.

Desde luego no le dije nada, pero estaba convencido. No podía irme a dormir esa noche sin tener un equipo, sin sentir esas ganas de que sea ya la próxima semana para alentar desde donde esté. Sé que fue un método raro, pero uno, a esa edad, no está para concesiones, y menos en un tema como éste.

Ya completamente ansioso por ver la playera de mi equipo, me bajé del carro, tomé la pelota y me fui corriendo a los árboles que siempre ocupábamos a modo de portería. Mi padre tuvo que apurar el paso. Yo miraba para todos lados, pero como si de una broma del destino se tratara no había nadie con la playera de algún equipo de futbol. Y nos pusimos a jugar, pero yo estaba desconcentrado. Hasta que llegó el momento, y de reojo alcancé a ver a lo lejos a un señor con la playera rojiblanca. El destino había tomado su decisión. Sería de las Chivas.

Desde luego, en lo primero que pensé fue en el disgusto que le ocasionaría a mi papá con la noticia. No sabía bien cómo acercarme a él para explicarle, para decirle que por cuestiones de la suerte nos había tocado ser rivales, pero que eso en nada cambiaría el amor que sentía por él, y que en todo caso nosotros no seríamos tan enemigos como los equipos en la cancha, que yo bien podía seguir viendo los partidos del América con él.

Como no había tiempo que perder, tomé el balón con las manos y me acerqué a él. Muy serio le dije que teníamos que hablar. Que había llegado el momento. Aún no olvido su cara de sorpresa, de ansiedad. Se agachó y, con la calma más fingida del mundo, me dijo que le dijera, que me escuchaba, que de qué se trataba, aunque él sabía perfectamente por dónde iba la cosa. Yo le expliqué mi plan con lujo de detalle para después soltarle el veredicto final. Soy de las Chivas, le dije. Y él no lo podía creer.

Entonces me dijo que me entendía, que era normal que sintiera la necesidad de irle a un equipo, que eso les pasaba a todos los niños de mi edad, pero que las cosas no eran así, que los equipos se deciden a partir de otros sentimientos, no de la suerte. Y yo defendí mi punto, y le dije que no había marcha atrás, que todo estaba más que decidido, que era ahora o nunca. Mi padre, al ver que la cosa iba en serio, lo aceptó, no sin antes gastar su última bala. ¿Y se puede saber en dónde viste a ese señor con la playera de las Chivas, campeón?, me preguntó, como distraído, como si se tratara de una conversación cualquiera. Yo le respondí que por el kiosco, que apenas y lo vi pasar a lo lejos. Entonces fue que sacó la mentira más piadosa que jamás pudo contarme. Y me aseguró que él también lo había visto, pero que estaba casi seguro que la playera no era de las Chivas, sino del Necaxa.

Yo me le quedé viendo. Y él como que se aguantaba la risa y se hacía el serio. Y me intentaba convencer de que esa playera rojiblanca que habíamos visto a lo lejos efectivamente era la de los Rayos. Por supuesto, le creí. Y después fuimos a la plaza y me compró la camiseta del Necaxa con el número siete de Alex Aguinaga. Y yo le veía la sonrisa mientras corría detrás de la pelota. Y él se paseaba convencido de que me había hecho un bien, que más vale prevenir que lamentar, que si yo no iba a ser del América mucho menos sería de las Chivas, su odiado rival.

CONTACTO

Correo: jrueda@esto.com.mx 

Twitter: @joseangelr10

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