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13, noviembre 2017 - 8:19

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda

Ilustración: Víctor Nieto 

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Estoy aquí por un asesinato, o al menos eso es lo que dicen los jueces. Después de casi 20 años de estar encerrado poco importa si cometí el crimen por el que estoy pagando, o si se trata de una de esas injusticias que van colmando la vida de los hombres. Aquí estoy y probablemente aquí estaré por el resto de mis días.

Más allá de lo obvio, soy uno de esos presos comunes. Me levanto por la mañana, hago mis obligaciones y después dejo pasar el tiempo, como se supone que dicta el manual en este lugar. Uno llega aquí para dejar pasar el tiempo, y lo que vaya ganando en esos momentos fugaces en los que se vive ya es ganancia, se acumula en una memoria cuya principal misión es no olvidar lo que antes era.

¿Qué era antes? Me lo pregunto a menudo, cuando el sueño quiere vencerme en la celda, pero la testarudez de sentirme alguien puede más. Entonces voy enumerando las cosas que fui y que probablemente ahora ya no soy, o que ahora soy pero que antes no fui. Entré de muy joven aquí, no me dio tiempo de ser alguien importante, ni de tener hijos, por eso, a veces imagino ese padre que no pude ser, y de manera constante me viene a la mente el hijo que antes era y que ahora ya no soy. Lo sé, las cosas son confusas aquí.

No era mucho antes, debo de reconocerlo. Si acaso antes de todo lo que ahora ya no soy, yo era un aficionado al futbol, uno de los buenos, de esos que cada fin de semana iba a la cancha a alentar. De esos que empeñan el humor del domingo en virtud de un resultado, pero que después del calentón analiza el juego y encuentra en la crítica constructiva un rayo de esperanza. Siempre hay algo por mejorar.

Por eso los primeros meses de estar encerrado fueron un infierno. Cuando uno pierde la libertad para hacer lo que ama es que se siente preso de a de veras. Cuando uno quiere y no puede es que la condena ahoga y a uno como que le falta el aire. Así me sentía yo cada fin de semana.

Pero ya sabe cómo es uno, que luego luego le llega el rencor. La primera reacción que tenemos los seres humanos cuando algo no nos gusta es la negación. Entonces comencé a portarme raro, a fingir un desinterés total por mi equipo, a castigarme a mí mismo, a no preguntarle a mi madre por el resultado del fin de semana, a no querer escuchar nada relacionado al futbol. Ella, que viene cada semana, que por aquellos días cambiaba el dolor en su cara por las sonrisas más tiernas, para hacer de mis días algo más cotidiano, pero yo no entendía de razones y me negaba a escuchar lo que pasaba con el Acevedo.

Fue una mañana de visita que noté a mi mamá extraña, quizá un poco más seria. Recién entró a la sala le pregunté que qué tenía, que si todo estaba bien. Ella se sentó y me respondió que sí, que no tenía de que preocuparme, que mis hermanos estaban bien, que la abuela me extrañaba, y que en general la vida marchaba tranquila.

Pero una sombra en su cara me decía que algo había, como que las palabras se le atoraban en la punta de la boca. Entonces ya no pudo más, y me soltó la noticia. Me dijo que ella respetaba mi decisión de no querer saber nada de futbol, pero que se sentía con la obligación de decirme lo que pasaba.

Una ansiedad que nunca había sentido comenzó a recorrerme los brazos y las piernas. Por su gesto sabía que algo grave estaba pasando con el Acevedo. Le dije que estaba bien, que me dijera, que nada podía ser tan malo, que en el futbol pocas cosas son malas en serio. Entonces, sin mediar palabra, me lo dijo, el Acevedo se jugaba ese fin de semana, ante el Universitario, el partido por la salvación. Por primera vez en su historia, el equipo de mi vida podía descender.

Comencé a morderme las uñas, a sentir cómo la culpa se apoderaba de mí, a sentirme el peor de los aficionados. De golpe me pareció sumamente absurda esa decisión de abandonar los colores, de dejar de lado lo único que por tantos años me había mantenido vivo. La traición, desde luego, me pareció imperdonable. En ese momento lo único que se me ocurrió fue pedirle algo de dinero a mi mamá.

Una vez desocupado, de inmediato fui a la celda del “Pelón”, el cual era el único preso que tenía una radio escondida debajo de la cama. O quizá y no estuviera escondida, y sólo quería guardar las apariencias. Por una módica cantidad acordé con él que el domingo a mediodía yo ocuparía la radio para escuchar el partido, y alentar, aunque fuera con los pensamientos, al Acevedo.

Si yo le cuento el hueco que sentía en la panza no me lo creería. Andaba de un humor de perros, no podía ante la posibilidad de que el Acevedo perdiera la categoría, no concebía en qué momento todo se había ido al carajo, hasta llegar a esa situación. En esas andaba cuando de pronto uno de los guardias llegó a provocarme, a decirme que el Universitario mandaría al Acevedo a donde siempre debía de haber estado, que mi equipo era una porquería, como yo. Entonces me levanté y saqué toda la rabia contenida, y me le fui a los golpes, y más guardias llegaron, y a patadas me separaron de él.

Desde luego me castigaron y me enviaron durante todo el fin de semana a una celda especial, aislada, lejos de todo y de todos, totalmente oscura. Al llegar ahí los dos guardias se despidieron de mí dándome una buena golpiza. Yo me quedé retorciendo de dolor, aunque a decir verdad lo que más me dolía era el corazón, saber que por mis impulsos me iba a perder el partido más importante en años.

Sentía que había abandonado al Acevedo una vez más. Recuerdo estar sentado, recargado en la pared, pequeños chillidos se escuchaban de vez en cuando, como si la celda estuviera atestada de roedores. No se veía nada. Pronto perdí toda noción del tiempo. De vez en cuando, víctima de la desesperación, gritaba y gritaba hasta no poder más, pero nadie escuchaba. A esos momentos de angustia seguían largos ratos de reflexión, de arrepentimiento, de un llanto que sólo cesaba cuando me ganaba el sueño, pero que volvía al despertar muerto de frío.

De golpe, las luces se encendieron, deslumbrándome por completo. Tres ratas se escondieron pronto en una caja ubicada en la esquina de la celda. Los guardias me dejaron salir, me dijeron que tenía visita. Era mi madre. Yo, desde luego, no tenía ni idea de cómo había quedado el Acevedo, aunque algo en mí me decía que una vez más la habíamos librado.

Al llegar al pequeño salón, pude advertir en ella una sonrisa como de complicidad. Por primera vez en meses vi cómo la tristeza había desaparecido de sus ojos. Se salvaron, me dijo, y nos dimos un abrazo que todavía hoy, si me esfuerzo un poco, puedo sentir en la piel. Fuimos libres de nuevo, por un pequeño instante fuimos libres de nuevo, felices, como si el triunfo del Acevedo fuera el pretexto perfecto para comenzar de nuevo, para aferrarme a ese que antes fui y que dejé de ser, pero que hoy sigo siendo.

CONTACTO

Correo: jrueda@esto.com.mx 

Twitter: @joseangelr10

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