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4, diciembre 2017 - 8:25

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda

Ilustración: Alejandro Oyervides 

La historia que les voy a contar a continuación es difícil de creer, pero no se preocupen, tengo pruebas. Se trata de una mañana, una mañana de esas como tantas otras en las que mi abuela llegaba a casa y me pedía que cerrara los ojos. Era un juego entre los dos. Yo bajaba las escaleras y apenas pisaba la sala me tapaba la cara con ambas manos, y lentamente caminaba hacia ella, guiado por el sonido de su voz. Una vez enfrente, yo estiraba las manos y recibía un pequeño regalo que agradecía con un abrazo. A veces eran dulces, chocolates que devoraba en una sola tarde, otras tantas eran carros de juguete, o muñecos, sin embargo, en esa ocasión fue algo más especial, se trataba de un balón, un balón esplendoroso.

Yo apenas estaba dando mis primeros pasos en el futbol. Por las tardes salía a jugar con los amigos, a las calles, en esos campos de piedra que sólo son verdes en la imaginación de uno. Salía y volvía a la casa a seguir con los deberes cuando la noche caía y no se podía ver más, o a veces antes, cuando la fortuna nos daba la espalada, y el balón terminaba en un patio ajeno, o peor aún, cuando su destino era morir desinflado en uno de esos barrotes puntiagudos que resguardaban la casa de la señora Aces, una española malencarada que pocas veces salía de su casa.

El regalo de mi abuela cayó como anillo al dedo. Justo un día antes estábamos los chicos y yo jugando cuando de pronto el “Gordo” Pereda mandó el balón a esos barrotes mortales. El balón quedó inerte en la punta, ante ese eco que retumba cuando se le escapa el aire. Tuvimos que ir por un palo de escoba para rescatarlo de las alturas, y con la pena del mundo nos metimos a la casa, dejando el partido inconcluso. Un crimen.

 Pero llegó el lunes. Los minutos en el colegio se me hicieron eternos, no podía con la ansiedad de que se hiciera tarde para salir a jugar y por fin terminar el juego pendiente. Una vez en casa comí lo más rápido que pude, adelanté la tarea y salí a reunir a todos, presumiendo mi balón nuevo. Los amigos, bien dispuestos, atendieron de inmediato y tras un breve recordatorio de cómo había quedado la cosa el partido pasado, nos pusimos a jugar. Le advertimos al “Gordo” que tuviera cuidado, que no era un estadio como para andar pateando la bola tan fuerte, que si lo volvía a ponchar le tocaba pagarlo a él. Pero el Pereda es necio, como su padre, dice su madre, y poco le importó, y cuando apenas estábamos agarrando ritmo hizo una vez más de las suyas.

Cuando estaba solo frente a las piedras, le pegó mal y de punterazo la mandó nuevamente a los barrotes de la casa de la señora Aces. Con las manos en la cabeza, vimos cómo el balón fue directo a las puntas, sin embargo, este vez la pelota rebotó de una forma increíble y volvió con nosotros, sana y salva, no tenía ni un rasguño. Todavía asustado, la tomé con las dos manos e intenté escuchar si el aire se salía por alguna pequeña fuga invisible, pero nada, el balón estaba en perfecto estado y seguimos jugando.

Al llegar a casa le platiqué a papá lo que había ocurrido. Qué suerte, me dijo, mientras miraba la tele sentado en el viejo sofá. Al poco tiempo nos fuimos a dormir. Yo acomodé el balón en el buró, a un costado de mi cama, y no dejaba de pensar que lo que había ocurrido era muy difícil de creer, aunque esa noche terminé por atribuírselo también a la suerte.

Pero la cosa fue cambiando poco a poco. Unas semanas después, nos fuimos a jugar a la cancha que está ubicada en el Cerro de los Muertos. Pocas veces íbamos ahí por esas cosas que dicen, pero ese día teníamos partido contra unos compañeros de la escuela. Estábamos jugando cuando de pronto yo mismo le pegué mal al balón y éste se fue rodando por la bajada de la avenida principal. Yo corrí desesperado tras de él, pero el balón iba cada vez más rápido por la calle empedrada, hasta que terminó la pendiente y tras varios rebotes quedó inerte en medio de la avenida. Un camión de carga pasó sobre él, pero para mi sorpresa la pelota no se ponchó, sólo salió volando un poco más lejos. Fui por el esperando lo peor, sin embargo, para mi sorpresa, el balón estaba en perfecto estado. No tenía ni un rasguño.

Mis amigos, que veían desde las alturas, tampoco lo podían creer. Una vez con ellos lo tomaron entre sus manos y comprobaron que en efecto, el balón estaba como nuevo. Ya habían sido dos veces. Demasiada casualidad, pero lo dejamos pasar, y agradecimos a la fortuna por la nueva oportunidad que nos había dado, aunque a decir verdad, comenzamos a pensar que se trataba de un balón especial, indestructible, y lo cuidábamos como tal.

Esto lo comprobamos una tarde en la que estábamos jugando en la calle. Ya estaba oscuro, apenas y se veía la pelota, pero la cosa era cuestión de un gol, quien anotaba, ganaba. En esas andábamos cuando de pronto el “Gordo”, como siempre, no midió su fuerza y reventó un vidrio del carro del señor Juan Carlos. Para nuestra mala suerte, ni tiempo nos dio de correr cuando el hijo salió de la casa convertido en un energúmeno. A los gritos, tomó el balón y con todas sus fuerzas intentó pincharlo con un cuchillo. Atónitos vimos cómo éste quedó totalmente doblado, y el balón no sufrió ningún daño. El hijo no supo ni qué hacer, había quedado igual de impávido que nosotros.

Por su puesto, le dijimos que le pagaríamos el vidrio, que nos disculpara, pero él se quiso pasar de vivo, e insistía en que no le pagáramos nada, que le diéramos el balón y que entonces sí que estaríamos a mano. Pero era evidente que no estábamos dispuestos a ceder. Un balón así se defiende con la vida, pensamos, completamente seguros de que se trataba de un balón con un valor incalculable. Al escuchar los gritos, mi padre, que iba llegando del trabajo, se acercó a ver lo que pasaba. El hijo del señor Juan Carlos le explicó lo que habíamos hecho y después de varios dimes y diretes hasta le terminó ofreciendo dinero por el balón.

Mi padre, desde luego, no entendía lo que pasaba. Yo le conté todo, lo del camión, lo del cuchillo, y lo mucho que ese balón representaba para mí, por el hecho de que me lo hubiera dado la abuela. Entonces él, lleno de sentimiento, se me quedó viendo y de su cartera sacó dinero para pagar el vidrio. Con esto basta y sobra para reemplazar el vidrio, le dijo, y aunque el hijo del señor Juan Carlos estaba necio, mi padre se mostró firme, y le hizo ver que el dinero no lo es todo en la vida. Ese balón mágico se quedó con nosotros, y si yo les contará la cantidad de veces que ha encontrado la manera de soportar los embates del tiempo no me lo creerían. Sigue brillando con todo su esplendor.

Por cierto, muchos se preguntarán cómo llegó ese balón a manos de mi abuela. Pues bien. Una de esas mañanas soleadas, mientras caminaba apresurada por los apretados pasillos del mercado, un hombre, casi de golpe, interrumpió su paso. Disculpe la molestia, señora, le dijo, y mi abuela lo disculpó, aunque antes le aclaró que más que la molestia lo que le perdonaba era el susto.

El hombre, que llevaba sombrero de paja y camisa de manta, le preguntó si tenía nietos. Sí, le dijo mi abuela, medio extrañada, ciertamente tengo un nieto. El hombre le dijo que estaba de suerte, que tenía en su poder el mejor regalo del mundo, entonces, apresurado, sacó de un viejo morral un balón reluciente. Tómelo, le dijo, y se lo puso en las manos, y le aseguró que se trataba de un balón repleto de magia, cuyo principal valor radicaba en ser indestructible. Mi abuela, incrédula, le cuestionó que si en verdad era un balón tan especial, porqué quería deshacerse de él. El hombre le respondió que a su hijo no le gustaba el futbol, que a él lo que le gustaba era leer, y que con ese dinero le iba a comprar muchos libros que lo harían inmensamente feliz. Mi abuela, con el corazón enorme, sacó el dinero de su bolsa y se lo dio, no sin antes decirle, por aquello de la dignidad, que de ninguna manera se había tragado ese cuento del balón. Ya lo verá, señora, ya lo verá, le dijo el hombre y se marchó.

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