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11, diciembre 2017 - 7:59

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda

Ilustración: Luis Calderón 

Iba yo igual que siempre, de camino al banco, manejando como cada mañana por la calle de Constitución, sintonizando en la radio el programa de deportes de la estación nacional, cuando de pronto al pesado de Pepe Cienfuegos se le ocurrió tirar la bomba: Ya hay horario confirmado para la gran final de la Copa Continental, dijo. El Acevedo visita este miércoles al Esportes Uniao en punto de las 16:00 horas, tiempo de Acevedo. Yo me quedé pasmado, con el pie derecho trabado en el freno, escuchando en sordina cómo la gente de atrás comenzaba a tocar el claxon.

¿A las cuatro de la tarde? Me pregunté en voz alta, incrédulo, e inmediatamente después supuse, o quise suponer, que se trataba de un error. No puede ser que una final tan importante se juegue a esa hora, cuando todo el mundo está trabajando, pensé. Entonces continué mi camino, pero me seguía sintiendo raro, y justo cuando ya estaba por tranquilizarme, nuevamente Cienfuegos ahondó en el tema: El Acevedo se jugará su suerte el miércoles a las 16:00 horas, así que usted, amigo radioescucha, vaya pidiendo permiso en el trabajo, sugirió en tono burlón. Yo, por supuesto, puse el grito en el cielo, y comencé a golpear con desesperación el volante.

La frase de Pepe Cienfuegos se me quedó rondando en la mente, como si se tratara de un disco rayado que repite y repite el mismo pedazo de canción. Cómo iba yo a pedir permiso en el trabajo una vez más para ver el futbol, si apenas una semana antes había faltado por irme a ver la vuelta de las semifinales frente al Universitario. Por supuesto, llegué al banco con cara de velorio. Los compañeros me preguntaban que si estaba enfermo o algo por el estilo. Casi casi, les respondía.

Y es que me costó más que nunca arrancar el día. No podía concentrarme, y cuando uno maneja dinero no hay peor error que estar con la cabeza en otra parte. Por eso es que decidí hablar con mi jefe de inmediato. Me paré, seguro de mi capacidad de convencimiento, y sin tocar la puerta entré a su oficina. Buenos días, señor Manríquez, y apenas iba yo a empezar a hablar me dijo que no, que ni lo pensara, que ya sabía para lo que estaba ahí, y que ni soñara con faltar o salir temprano una vez más, y menos por un partido. Me quedé helado, pasmado, sin palabras; abatido, podría ser la definición correcta. Sin decir nada me di la vuelta y me marché.

La cosa estaba mal. Por primera vez en años me iba a perder un partido importante del Acevedo, y no era cualquier encuentro, carajo, era la final de la Continental, el sueño de todos. Ese día recuerdo haber estado como ausente durante todo mi turno. A la hora de la salida no me despedí de nadie y una vez en casa me puse a llorar como un niño. Por favor, Emilio, no te puedes poner así, es sólo un partido, me dijo mi esposa, pero lo cierto era que ella estaba perfectamente consciente de lo que ese partido representaba.

Tan consciente era que le estuvo dando vueltas al problema toda la noche. Durmió poco por andar pensando una posible solución y, como siempre, la encontró. Al día siguiente, mientras preparábamos el desayuno, me dijo que tenía una idea loca, que si quería me la podía contar. Por supuesto, le dije, y entonces comenzó. El plan consistía en que ella podría grabar el partido y una vez que yo llegara del banco lo podíamos ver juntos, en familia, como si fuera en tiempo real. Será difícil, reconoció, pero yo tendría que encontrar la manera de no enterarme del resultado antes de llegar a la casa. De momento, todo aquello me pareció absurdo, pero conforme pasó el tiempo la idea fue tomando forma y terminé por aceptar.

Acepto, le dije, y le agradecí con un beso en la frente. Durante el trayecto del martes fui pensando en cómo le iba a hacer para evitar enterarme del resultado, si seguramente por todos lados iban a estar pasando el partido, por lo que decidí hacer una lista con los puntos a seguir para salir bien librado. Como todo plan, identifiqué lo que denominé las “zonas de riesgo”, es decir, aquellos lugares donde yo sabía que podría haber alguien que echara a perder todo.

El partido comenzaba a las 4 de la tarde, justo cuando el banco cierra y llegan los supervisores a hacer el corte. Una vez hecho éste, pasamos a la reunión con el licenciado Manríquez, ahí estamos alrededor de media hora y finalmente a las 5 nos podemos ir. Para mi fortuna, en el banco soy el único al que le gusta el futbol, así que no tengo que preocuparme porque alguien haga algún comentario. Donde sí que tengo que cuidarme es en el estacionamiento, el de seguridad es aficionado al Universitario, así que tengo la esperanza de que por puro coraje no quiera ni saber del partido.

Una vez en el carro debo evitar el paso por la Avenida Central, la cual está llena de pequeños bares en los que seguro estarán transmitiendo el juego. No podría ni ver la cara de la gente, porque un gesto me indicaría cómo nos está yendo. No pondré ni la radio, sólo escucharé música con el volumen muy fuerte, para no advertir los gritos si cae un gol. Tendré justo 45 minutos para llegar a la casa y encerrarme por completo, y así evitar que el claxon de los carros o los gritos de los vecinos me anticipen un eventual campeonato, o al revés, que la indiferencia me anuncie la derrota.

Y llegó el miércoles. Pocas veces había experimentado esa sensación de que el tiempo no corre. Pero es verdad, cuando hay ansiedad el tiempo no corre. No supe ni cómo le hice, pero tras mucho esfuerzo nos dieron las cuatro de la tarde y el banco cerró sus puertas. La supervisora llegó y, contrario a lo que pensaba, me preguntó que si sabía cómo iba el partido. No tengo ni idea, le dije, y siguió con su trabajo. En la junta, Manríquez me veía con una cara de maldad absoluta, sabía lo que me costaba estar ahí, sin embargo, siguió como si nada y nos dejó salir a las cinco en punto.

Cuando llegué al estacionamiento, vi que el de seguridad estaba en su caseta, escuchando el partido por la radio. En cuando me di cuenta de eso me eché a correr directo a mi carro, abrí la puerta y encendí la música a todo volumen, cuando llegué a que me abriera la pluma, advertí que me quería decir algo, pero lo ignoré y algo molesto terminó por dejarme salir. Seguí el plan al pie de la letra, esquivé la Avenida Central, por la calle no noté nada extraño. Conducía como un autómata, mirando al frente, hasta que llegué a la casa justo a las 17:50. El partido estaba terminando, por lo que me apuré a entrar antes de que los vecinos salieran e hicieran un comentario.

Estaba hecho. Entré a la casa. Mi mujer y los niños habían adornado la sala con banderas del Acevedo. Sobre la mesa estaba la botana y en la televisión la imagen congelada de los equipos saliendo a la cancha. Cerramos las ventanas y corrimos la cinta, con el volumen al máximo para que nadie molestara. Creo que el timbre sonó varias veces, pero nosotros estábamos metidísimos en el juego (más yo, que no tenía ni idea del resultado). Un juego trabado, sin goles, uno de esos partidos dignos de una final.

Ya entrado el segundo tiempo, cuando faltaban como 5 minutos para el final del partido y el marcador seguía en ceros, el Esportes Uniao marcó el gol de la ventaja. Nos quedamos fríos. Yo me puse las manos en la cara y comencé a llorar. No puede ser, dije, tantos años esperando este momento para perder así, siendo mejores, mereciendo el título. Yo veía de reojo cómo Carlos, nuestro hijo más pequeño, me miraba fijamente, incrédulo de ver a su padre llorar por un juego. En una de esas sentí cómo su pequeña mano me acariciaba la espalda, no pudo soportar ver a su papá sufrir, y al oído me dijo que no me preocupara, que el Acevedo había ganado 2-1, que el gol de la victoria cayó de último minuto, que me pusiera a ver el partido porque ya mero marcábamos el empate. Mi esposa me miró con esa cara que ponen las personas cuando la situación se nos escapa, y luego nos reímos. Yo cargué a Carlos y lo puse en mis piernas, y luego gritamos los dos goles como se gritan en las ocasiones importantes. Y después salimos a las calles a celebrar el campeonato.

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