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18, diciembre 2017 - 8:18

┃ José Ángel Rueda

family watching tv at home

Por José Ángel Rueda

Ilustración: Luis Alfonso Calderón 

Por aquellos años vivíamos en La Olvidada, una pequeña comunidad perdida entre los poblados de Acevedo y Salvatierra, a la cual únicamente se podía llegar si uno tomaba la primera salida después de la iglesia, entonces se debía andar por el camino de tierra aproximadamente media hora hasta vislumbrar a lo lejos un letrero gigante que daba la bienvenida: Bienvenidos a La Olvidada, lugar donde habita gente pobre, pero honrada, decía. Porque eso sí, en La Olvidada todos éramos bien conscientes de que lo poco o mucho que teníamos, era gracias al sudor de nuestra frente.

Mi padre era herrero, y así se ganaba la vida. Día con día se levantaba temprano para emprender el camino a los poblados más próximos en busca de pequeños trabajos. Ahí caminaba por horas entre sus calles, con un letrero en la mano que anunciaba sus servicios. Casi siempre le salía algo, y una vez que terminaba regresaba a casa para cenar con mi mamá y conmigo.

Mi madre se pasaba las tardes tejiendo cobijas, mismas que al otro día colocaba en un largo tendedero a un costado de la carretera, y se sentaba en un banco a esperar a que los clientes se pararan a preguntar el precio, entonces comenzaba el viejo juego del regateo. Regularmente, mi madre conocía bien esos trucos, y al costo inicial siempre le aumentaba algunos pesos, que luego terminaba por rebajar, así, hasta concretar la venta.

En La Olvidada vivíamos aproximadamente 100 personas, repartidas en pequeñas casas de cemento, casi todas con la misma forma. Un piso, dos ventanas al frente y dos a los costados, y chimeneas, eso sí, por aquello de los fríos. Teníamos electricidad porque Roque Martínez, hijo de Jaime Martínez, prometió que una vez que llegara a la presidencia municipal de Acevedo llevaría la luz y el progreso a La Olvidada, y la luz sí llegó, pero del progreso mejor no hablamos.

Éramos pobres, pero felices. Es decir, no nos sobraban los lujos. Poco les pedía a mis padres, porque pese a mi corta edad, era bien consciente de que en la vida existen prioridades, entonces me conformaba con patear viejas botellas de refresco que simulaban un balón, y que se convertían en gol al momento de pasar entres dos pesadas piedras. Con eso tenía para pasar tardes enteras, sin embargo, aquella Navidad fue distinta.

No vayan a pensar que fue una idea repentina. Domingo a domingo el deseo se fue haciendo más fuerte, cuando, regresando de misa, veíamos al viejo don Eladio sentado en la azotea, con la radio en una mano y la cerveza en la otra, escuchando el partido de su Acevedo. ¿Qué hace allá arriba, don Eladio?, le preguntó mi padre la primera vez que lo vio, el viejo explicó que en ese poblado perdido sólo llega la señal cuando uno está más cerca del cielo. Entonces, religiosamente, cada domingo al medio día salía con la playera roja puesta, colocaba una escalera y subía lentamente. Se sentaba en la silla y con una sombrilla se cubría del sol, y luego se dedicaba a escuchar, con la mirada melancólica perdida en el horizonte.

La imagen del viejo, allá arriba, sufriendo como pocos el partido del equipo de su vida, me atrapó. Antes no le había puesto atención, pero ya saben cómo es uno, que poco a poco va encontrándole sentido a las cosas de la vida. Entonces, una tarde, cuando mi padre llegó de trabajar y se sentó en la mesa para que mi madre le sirviera la cena, le dije que nunca le pedía nada de regalo de Navidad, pero que en esa ocasión quería una radio, una radio como la de don Eladio. Mi padre no supo bien qué contestar, supongo que no encontró la manera de explicarme que la situación estaba más dura que nunca, y que era prácticamente imposible que juntara el dinero para regalarme algo así. Y yo interpreté su silencio y le di un abrazo. Y no insistí más. Aunque no perdí la esperanza de que ocurriera lo contrario.

Buenos recuerdos tengo de las navidades en La Olvidada. Poco era consciente del calendario y de las fechas. Pero algo pasaba cuando la Navidad se acercaba. Ese algo era el frío, por supuesto. Cuando salía de la casa temprano para acompañar a mi madre a colgar las cobijas, podía notar cómo el pasto seco se cubría por una ligera capa de hielo. Y el vaho que salía de la boca y que yo me empeñaba en exagerar, simulando a una locomotora, como las que solían pasar allá en las vías, del otro lado del cerro, la niebla que no dejaba ver más allá de las pequeñas casas, y el olor de la leña quemada, la humareda saliente de las chimeneas.

Más allá de ir a misa a escuchar los sermones del padre Gabriel, pocas cosas hacíamos mis padres y yo. No solíamos salir los fines de semana. Nos quedábamos en casa a platicar de la vida. Mi padre era de los que más hablaba, y nos contaba cómo es que Acevedo y Salvatierra poco a poco se iban convirtiendo en ciudades. Yo le preguntaba por el equipo de futbol, entonces él tomaba vuelo y me contaba las historias que según escuchaba por ahí, mientras caminaba entre las calles en busca de trabajo. Yo al principio le creía, aunque después empecé a sospechar que se trataba de historias que él mismo inventaba para hacerme el mundo más ameno.

Por eso las Navidades resultaban tan llenas de magia, porque era la única ocasión en la que mi padre nos llevaba a mi mamá y a mí al centro de Acevedo, a mirar las calles coloridas. Los balcones repletos de luces y nochebuenas. El árbol de Navidad ubicado en la plaza central, que cautivaba con siquiera mirarlo de lejos, y que una vez a sus pies, uno tenía que levantar la vista muy alto para descubrir sus esferas iluminadas y la estrella bien arriba, en la punta. Lo mismo ocurría con el nacimiento, al cual, una vez llegada la noche, los asistentes comenzaban a rodear para ser testigos de cómo colocaban al Niño Dios en el pesebre, ante la ovación unánime. Por último, ya bien entrada la noche, pasábamos al pequeño auditorio improvisado, donde se representaba una breve pastorela que anunciaba la llegada de los tiempos de paz.

Una vez terminado el recorrido, pasábamos por la cena a la panadería de la “Gorda” Paredes. Cada año, mi padre colaboraba con el montaje del escenario en la plaza. Y con el dinero que ganaba pagaba el pavo y se ponía al corriente con los gastos, y si sobraba algo, comprábamos buñuelos para irlos comiendo camino a La Olvidada. Ya en casa, mi madre prendía unas velas y agradecíamos por los alimentos. Regularmente yo era el encargado de partir el pavo mientras mi madre nos contaba recuerdos de las navidades con mi abuela.

Ya cuando no podía más, me iba a dormir, emocionado porque al despertar siempre encontraba sobre la mesa unos dulces típicos de Acevedo que mis padres compraban sin que yo me diera cuenta. Recuerdo que esa Navidad estaba especialmente nervioso ante la posibilidad de que mi padre me regalara la radio que tanto quería. Al cerrar los ojos, me imaginaba los domingos en la tarde, en la azotea, escuchando el partido y saludando a lo lejos a don Eladio, apenas al otro lado de la calle.

No sé ni cómo, pero el sueño me venció. Cuando desperté me paré como un rayo y sin ponerme la chamarra ni percatarme siquiera del frío que esa mañana invadía la comunidad de La Olvidada, corrí a la mesa y vi una radio esperando por mí. Con las manos aún temblando, la prendí y apenas se escuchaba un susurro. Ansioso, salí a la calle y sin pedir permiso tomé la escalera de don Eladio y subí a mi azotea. Por supuesto, comenzaron a sonar unos villancicos. Ese día no había futbol.

Mis padres, al escuchar las canciones, salieron a ver qué ocurría. En cuanto los vi bajé para darles un abrazo y agradecerles. Te la mereces, dijo mi padre. Ponte la chamarra porque te vas a enfermar, dijo mi madre. El domingo, una vez de regreso de misa, mi papá me hizo una escalera con unas viejas maderas que encontró regadas en los matorrales. Subí a la azotea y mediante un grito saludé a don Eladio. Ese día, el Acevedo le metió cuatro goles al Universitario, y, calle de por medio, el viejo y yo celebramos el triunfo juntos, bueno, ni tan juntos, pero casi.   

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Twitter: @joseangelr10

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