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10, febrero 2018 - 11:25

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda

Ilustración: Alejandro Oyervides 

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Ahora ya no estás, abuelo, pero voy a imaginar que estamos sentados en la sala para platicar de futbol, como siempre lo hacíamos. ¿Te acuerdas? Estoy seguro que sí, porque justo en semanas como éstas era cuando más nos veíamos y más nos gustaba estar juntos, y yo me hacía un tiempo, después de la escuela, para venir a conversar contigo aunque fuera por unos minutos. Y cuando terminábamos, o más bien cuando pausábamos la plática, porque decir terminar es contar una mentira, salías a despedirme, y cada que volteaba a verte levantabas la mano y nos decíamos adiós, así, todos los días hasta el domingo del clásico que, a veces, sólo a veces, veíamos juntos por la televisión, cada uno en un sillón, eso sí.

Y es que, quién lo diría, abuelo, que nunca nos decidimos a ir al estadio juntos. Lo que pasó es que nuestro orgullo de hinchas fue más fuerte que todo. Y está bien. Siempre decías que los principios en el futbol son fundamentales, y que quien es un buen aficionado normalmente es un buen hombre en las cosas serias de la vida. Tú amabas a tu Acevedo, y yo amaba a mi Universitario. Y ante los colores, dime quién iba a ceder.

Debo confesarte que desde tu partida no he dejado de pensar en una cosa, abuelo. Y es que seguido vienen a mi mente aquellos días cuando yo era pequeño y tratabas por todos los medios de convencerme para que le fuera al Acevedo, y yo te decía que no, en principio para molestarte, y que hicieras esos corajes que yo creía que eran broma, pero luego me fui dando cuenta de que en realidad deseabas con todas tus fuerzas que yo eligiera a tu equipo. Y yo no podía, porque no sé cómo, pero un buen día me vi seducido por las glorias del Universitario, y ya nada se podía hacer.

Entonces fue una tarde nublada que me acerqué a ti para hablar del tema en serio. Yo moría de los nervios porque pensaba que después de darte la noticia no me volverías a hablar en la vida. Que el coraje que harías sería suficiente para correrme en ese momento de tu casa y no volver a verme jamás. Pero había que decírtelo, abuelo. De frente, como caballeros, porque eso era lo que me habías dicho siempre, que las cosas importantes se dicen a la cara por más que no nos gusten. Y eso hice, y recuerdo que tu cara se puso seria por un instante, pero que apenas unos segundos después me abrazaste, y me dijiste que yo era un afortunado por tener al abuelo más cariñoso del mundo, porque vaya que me haría falta para consolarme ante tanta derrota de mi equipo.

Yo te miré agradecido, y hasta te seguí la broma, aunque bien sabíamos que por esos días el Universitario tenía de hijo al Acevedo, que no había manera de que nos sacaran puntos cada que nos veíamos las caras. O bueno, eso lo sabía yo, porque tú, con tu experiencia, con todos tus años viendo el futbol, entendías perfecto que el mal momento no iba a durar para siempre, que las rachas negativas un buen día acaban y todo marcha de nuevo. Entonces, cuando me tocara sufrir a mí, sí que necesitaría consuelo.

Y así llegó el primer clásico, ¿te acuerdas?, lo vimos en tu casa, sentados frente al televisor, cada uno con su orgullo, con su playera, con sus nervios. Nos saludamos previo al juego con cordialidad. Que gane el mejor, te dije, y tú me contestaste que eso seguro, que no tenías duda que iba a ganar el mejor, que el mejor era el Acevedo. Yo me quedé frío, porque entre tantas respuestas que esperaba, nunca imaginé la que me diste. Encima te busqué la cara para saber si era broma, pero no, estabas serio, y me miraste y me dijiste que cómo me iba a sentar, que el futbol se ve parado, que si así éramos los del Universitario; entonces te hice caso y me quedé parado aunque los pies se me iban poniendo duros. Y de pronto cayó el primer gol a favor nuestro, y recuerdo que te volteé a ver y te quedaste como ido, y yo apenas y celebré con un grito que pareció irse para dentro. “Grítalo bien, carajo, que para eso son los goles; estés donde estés, celébralo”, me dijiste. Y te hice caso, y para el segundo pegué un grito que se escuchó en toda la casa, y aunque tú lo negaste siempre, yo te vi sonreír.

O aquellos domingos, abuelo, en los que nos quedábamos de ver por la mañana para desayunar previo al gran juego. Yo era más grande, era más consciente de las cosas, así que iba muy temprano contigo y cada uno daba sus puntos de vista de cómo creíamos que sería el juego. Entonces, como al mediodía me iba y nos deseábamos suerte, y por la tarde cada uno se iba a la cancha por su lado, con su hinchada, con su gente. Y ahí, desde la barra, yo pensaba en ti, en cómo estarías, en cuántas uñas ya te habrías comido. En lo que te diría una vez terminado el juego.

Y tras el partido nos quedábamos de ver en el viejo café para platicar las impresiones.

Debo decirte, abuelo, que gracias a ti aprendí a ver el futbol de una manera distinta, porque no eran fáciles esas pláticas posteriores al partido. Había que llegar con los argumentos bien desarrollados, con el análisis bien hecho para convencerte de que, pese a todo, había sido un gran partido. Así nos quedábamos las horas, hasta que el café cerraba y ambos enfilábamos para nuestra respectiva casa. Nos dábamos un abrazo y prometíamos hablarnos en la semana.

Esta semana es el clásico, ¿sabías? Seguro que lo sabes, carajo, qué pregunta la mía. Desde el cielo debes de estar bien enterado de todo. Tienes un lugar de privilegio en cada cancha. Ya te imagino viajando por el mundo para no perderte ningún partido. Me pone feliz saber que este domingo estarás acá. No han sido fáciles estos meses, debo confesarte. Después de que te fuiste todo quedó como raro. Nos haces falta. En tu casa todo está intacto. Bueno, casi todo. Te contaré un secreto. El otro día, cuando fui a visitar a la abuela, me metí en tu cuarto y tomé prestada la playera que siempre llevabas a la cancha. La guardé en mi mochila y me la llevé a la casa. Nadie lo sabe; cuento con tu discreción.

Ya te habrás dado cuenta de esa manía que tengo de colgar las playeras de las temporadas pasadas, las voy colocando una a una en pequeños ganchos y así las acomodo en las paredes. Mi mamá dice que las enmarque, que así se conservarán mejor, pero yo le digo que no, porque uno nunca sabe cuándo las tendrá que ocupar, entonces ni modo de romper el marco.

Debes saber que le he hecho un lugar a tu playera. En cuanto llegué la saqué de la mochila y me quedé un largo rato oliéndola. Desde luego, olía a ti. No pude evitar recordar todas esas cosas que te he escrito, e imagino tus respuestas ante las dudas que día a día me atacan y que en secreto te cuento y tú me respondes, con la voz calmada de siempre. Y es en una de esas que se me ocurre la idea que te quiero decir. De pronto, como llegan esas ideas, de golpe, como un ataque fulminante que controla todo.

En un principio, reconozco, la deseché. Cómo me iba a ir al estadio el próximo domingo con tu playera del Acevedo bien puesta. Los amigos iban a pensar que estoy loco. Que una playera así no se lleva ni de broma a la cancha, y quién sabe cuánta cosa más. Pero luego como que fui analizando más las cosas, y me dio por pensar que hay veces que uno puede hacer una excepción, que los colores no se traicionan cuando la causa es buena, que el sentimiento más puro es el amor a la familia y al club. Que no me importa lo que piensen porque el trato es contigo y con nadie más. Que portaré con orgullo esa playera tan tuya, que al acabar el juego me iré al café de siempre para conversar un rato, sólo por esa noche.

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Twitter: @joseangelr10

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