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3, marzo 2018 - 10:27

┃ José Ángel Rueda

ilustración

Por José Ángel Rueda

Ilustración: Alejandro Oyervides 

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Era lo de siempre, compadre, aquel domingo en la cancha tampoco nos completábamos. Cada semana es lo mismo, carajo, gritaba el “Gordo”, lleno de rabia, ya con los guantes bien puestos. Y es que tenía razón, el pobre, ni qué decirle, cada siete días era un sufrir cuando saltábamos al campo a calentar y nos dábamos cuenta de que otra vez seríamos menos.

El equipo había caído en uno de esos baches de los que nunca se sale bien librado. Déjeme explicarle, al principio, cuando nos juntamos en el barrio y decidimos meter un equipo en la Liga de la colonia, todos estábamos bien participativos, ya sabe, uno va y elige los zapatos que más le gustan y se imagina cosas, y se empiezan a hacer fantasías en la mente. Pues haga de cuenta que así estábamos todos, compadre, y hasta la banca se llenaba de gente y teníamos cambios y todo parecía ir bien. No éramos los mejores, pero tampoco los peores, como ahora.

Por eso es que aquel día ya estábamos cansados, y fue que bajo ese sol quemante que suele morder la cancha los domingos al medio día, habíamos decidido que no más, que esa era la última vez que la gente se iba a reír de nosotros, que si no se podía jugar estaba bien, que no se jugara, que más valía parar las cosas a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde, pero ya sabe cómo es el destino, compadre, que tantas y tantas veces se empeña en ponernos las cosas de cabeza, y ni cómo contradecirlo. 

Estábamos ahí, parados, al centro del campo, escuchando las maldiciones del “Gordo”, cuando de repente lo vimos llegar de la mano de mi hermana. La pobre no se perdía ni un partido aunque todo fuera mal. Aunque nos comiéramos las peores goleadas ella estaba siempre ahí, en la grada, apoyando y saltando aunque la gente la mirara como se mira a una loca. 

Era la primera vez que usted iba, ¿se acuerda? Yo primero lo miré con celos, o no con celos, pero sí con ese resentimiento con el que un hermano mayor mira al novio de su hermana. Pero ahora se lo digo, compadre, así, de hombre a hombre, había algo en usted que me parecía bueno. Quizá y eran esos ojos que le echaba a la pelota lo que me daba buena espina. No sé si me explico, compadre, pero esas cosas se notan siempre, se sienten. Fíjese bien cómo cuando alguien va caminando por la calle y de pronto encuentra a niños jugando, le dan unas ganas tremendas de ponerse a patear la pelota.

Yo lo vi y de inmediato lo pensé. O quizá y todo fue producto de la desesperación que sentíamos en ese momento, y eso de los ojos fue tan sólo un invento mío. El caso es que era usted nuestra única salvación, compadre, la última esperanza, el remate dentro del área en los últimos minutos del partido, para que me entienda. Entonces fue que me acerqué a la reja y le pregunté a los gritos que si no quería jugar, y aunque yo sabía que se moría de ganas, usted dijo que no. 

Yo sentí que me moría, compadre. Tantos domingos duro y dale para que nuestro equipo se fuera al carajo así nomás, por la irresponsabilidad de algunos. Fue ahí que una rabia me invadió y me salté la reja, seguro que se acuerda, y me senté junto a usted, y la gente que nada más se nos quedaba viendo. Mi hermana le insistía que jugara, que era un buen momento, pero usted seguía firme en su decisión. Al principio pensé que era por pena, pero luego me di cuenta que no, que había algo más. 

Yo casi casi le rogaba, desgraciadísimo compadre, pero parecía que nada ni nadie le haría cambiar de opinión, y encima el Malacara ese que no dejaba de jorobar desde el centro del campo, y cada que pasaban los minutos daba uno de esos pitidos molestos como para que no se nos olvidara nuestra desgracia. Yo creo que usted vio mi desesperación, compadre, por eso fue que me confesó todo, y me dijo que lo perdonara, pero que bajo ninguna circunstancia podía ponerse usted una playera del América. 

Yo no lo podía ni creer, compadrito, se lo juro que no lo podía ni creer. Cómo era posible que su orgullo fuera más grande que sus ganas de jugar. Que nos dejara ahí, tirados, sólo por no ponerse la playera de un equipo. Es un juego nomás, le dije, ya caliente, si se la pone no le va a dejar de ir a las Chivas, pero usted movió la cabeza como un desesperado y me dijo que no, que el futbol era mucho más que un juego. 

Y fue que me empezó a hablar de todas esas cosas. Del amor a la camiseta y a los colores, de la lealtad a un equipo, de la fidelidad, de los ideales, de la dignidad, de no traicionar los sentimientos. ¿Tú te pondrías algo que representa totalmente lo contrario a lo que crees?, me preguntó, con la cara seria, y para ser honesto yo no sabía ni qué responderle, compadre, porque quizá en el fondo sabía que tenía usted razón, aunque en ese momento me costara entenderlo. 

Pero luego vino ese arranque tan suyo, compadrito loco. Y cuando yo ya estaba a punto de pararme para acabar con la espera de una buena vez, usted se paró volado y le gritó al Malacara que esperara, que sí se iba a jugar el partido, y salió a las carreras. Yo no entendía nada, compadrito del alma, se lo juro que no entendía nada, ni mi hermana, que sólo lo veía con esos ojos que ponen las mujeres enamoradas. 

Entre mi confusión regresé al campo y nos pusimos a calentar. Sí se juega, señores, les grité a los del otro equipo, que ya tenían cara de pocos amigos pero que igual se levantaron y comenzaron a pasarse el balón haciendo un torito. No sabe lo larga que se hizo la espera, compadre, porque aunque fueron unos minutos nomás, a nosotros nos parecieron horas, escuchando una y otra vez el silbato de Malacara marcar los minutos. 

El árbitro estaba a punto de decretar la cancelación del partido cuando apareció usted, corriendo hacia la cancha mientras cargaba una pesada bolsa negra. Apenas y podía, compadre. Se iba de lado y sacaba la lengua como si no pudiera más. Entonces saltó la reja y tomó un poco de aire, y luego, con prisa, comenzó a repartir unos uniformes de sus Chivas que compró al vuelo en una de esas tiendas que nunca faltan en los alrededores de la canchas. Con este sí juego, canijos, dijo usted, ante el asombro de todos. 

No lo podíamos creer, compadre loco. De lo que fue capaz de hacer para jugar un rato nomás, para no dejarnos tirados, para no traicionar sus ideas. Nos pusimos las playeras, a algunos nos quedaban chicas, y a otros grandes, pero nos las pusimos igual y pese a tener apenas siete jugadores, nos acomodamos sobre la cancha y le dijimos a Malacara que pitara, que ya estábamos listos. 

Apenas y tocó usted la primera pelota supimos que era distinto, compadre. Ya sabe, el talento no se puede ocultar. Se ubicó en la media punta, pero en realidad usted hacía todo, bajaba, recuperaba el balón, y luego remontaba elegantemente el campo, con la pelota dominada, con la mirada al frente, y encima se daba el lujo de meter los goles y dedicárselos a mi hermana. 

Aquel día ganamos 5-4, ¿se acuerda? Seguro que sí, compadre, porque esa tarde comenzó la gran época del Deportivo Madero. Porque a partir de ese domingo no perdimos ni un solo partido. Porque fuimos campeones. Porque poco a poco la gente se fue sumando al equipo, hasta que tuvimos que dejar fuera a unos cuantos que no estuvieron cuando la cosa se puso dura. Porque a partir de ese día no dejamos nunca el blanco y el rojo de sus amadas Chivas Rayadas del Guadalajara. Porque esa tarde, mientras tomábamos unas cervezas en el patio de mi casa, le dije a mi hermana que no lo dejara ir, que usted era el bueno. Porque esa tarde, nomás esa tarde, compadre, por fin me hizo caso en algo y nunca más lo dejó ir. 

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Correo: jrueda@esto.com.mx 

Twitter: @joseangelr10

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