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4, mayo 2018 - 2:10

┃ José Ángel Rueda

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POR JOSÉ ÁNGEL RUEDA

ILUSTRACIÓN: ALEJANDRO OYERVIDES

¿De qué planeta viniste? Cuestionó en pleno asombro el narrador uruguayo Víctor Hugo Morales, apenas unos segundos después de que Diego Amando Maradona se inventara ante Inglaterra uno de los mejores goles en la historia de los Mundiales. La pregunta quedó en el aire, como alimentando al mito, en esa cancha tan propia cimentada entre el cielo y el infierno.

Provocador como pocos, Maradona caminaba por los campos con la mirada retadora, dicen que desde chico fue así, cuando en el potrero argentino jugaba para los Cebollitas y desde entonces soñaba con cambiar al mundo. Con el cabello alborotado y las calcetas a medio caer, como invitando al golpe, el “Pelusa” supo jugar a la perfección ese papel de genio reservado para pocos.

Y es que nunca le pesó el 10 en la espalda, al contrario, Maradona interpretaba al número como a un tango que suena por los callejones de Buenos Aires. De esos que si se han de bailar, debe de ser con coraje, con personalidad. Lo entendía con la naturalidad de quien comprende que si de alguien saldrá el talento, será de él.

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La cosa no fue fácil para Diego en sus inicios. La pelota no siempre botó a su favor, aunque a decir verdad la mayoría de las veces la tuvo pegada al pie, a la expectativa de esas caricias que sólo regalan los ídolos. Antes de su gran explosión, en el Mundial de México 86, el Diego quedó relegado de la Copa del Mundo del 78. Aquel verano, Menotti, con su figura flaca y un cigarro entre los dedos, notó que el joven Maradona era precisamente eso, demasiado joven, y le negó la oportunidad de disputar el torneo ante su gente. El posterior fracaso en España 82, donde terminó expulsado, forjó en su personalidad el valor para llegar a México y cargar con la Argentina hasta levantar la Copa.

No es raro pensar que Diego Armando, tan polémico y competitivo siempre, haya elegido a México como el escenario ideal para escribir su nombre en la historia del futbol. En ese pasto sagrado del Estadio Azteca, donde Pelé, su principal rival, había puesto el mundo entero a sus pies apenas 16 años antes.

Maradona levantó la Copa luego de vencer en la final a una Alemania complicadísima, sin embargo, no fue aquella su máxima exposición. El Diego, días antes, aprovechó el político duelo ante Inglaterra para escribir dentro del campo su mensaje más virtuoso. Aquella tarde, bajo el sol quemante del Distrito Federal, el 10 argentino perfiló su mejor retrato, aquel capaz de reflejar sobre una cancha el cielo y el infierno, de meter una mano descarada y después gambetear al mundo entero y marcar un gol antológico. Y es que Maradona nunca entendió de puntos medios.

Años más tarde, sería el mismo Diego Armando quien terminó por confesarse humano, al caer en ese infierno de las drogas, las únicas rivales capaces de quitarle la pelota. Perdido, acorralado, los regates no fueron suficientes para salirse una vez más con la suya. De la mano de Ingrid, la enfermera que le realizó el examen antidoping una vez terminado el partido contra Nigeria, en Estados Unidos 94, Maradona abandonó el campo entre risas, como driblando una vez más al destino, para de esa manera poner fin a su historia en las Copas del Mundo.

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El Diego se despidió de las canchas ante una multitud enardecida que asistió al homenaje con esa sensación de rebeldía que da el venerar a una figura polémica, de esas que pasan la vida debatiendo entre lo que está bien y lo que está mal. “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”, dijo finalmente el genio argentino, mientras bajaba el telón.