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Mira

4, junio 2018 - 9:09

┃ José Ángel Rueda

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TEXTO: JOSÉ ANGEL RUEDA

ILUSTRACIÓN: ALEJANDRO OYERVIDES

Zinedine Zidane correspondía a esa clase de futbolistas que juegan con la imaginación. Callado y reservado, casi caminaba por el terreno de juego mientras inventaba soluciones. El francés irrumpió en el panorama futbolístico con su zancada kilométrica, luego, fueron sus gambetas las encargadas de evangelizar al mundo, y es que en la cancha Zizou lo podía todo.

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Pocos son los futbolistas que tienen ese aire hipnótico capaz de unificar multitudes. Quien haya visto a Zidane difícilmente podrá olvidar su juego: es el poder de la permanencia. Con esa calva precoz que siempre lo hizo ver más viejo de lo que en realidad era, Zinedine flotaba sobre el campo con la certeza de que de sus pies nacía el milagro del juego.

El francés sonreía poco. De su padre aprendió que la felicidad se demuestra desde la mesura, desde la reserva. Es por eso que resultaba tan extraño verlo siempre serio, con los ojos claros viendo hacia adentro, no hacia fuera, contrastando por completo con el discurso que sus piernas largas profesaban en la grama. Y es que Zidane gambeteaba al trote, con el puro movimiento de la cadera. Ruleteando el juego con esa jugada tan suya que daba la vuelta al mundo para luego comenzar de nuevo.

El “Mago” francés nació y creció en Marsella, mirando desde el graderío del Vélodrome los malabares de Enzo Francescoli. Hipnotizado por el genio del uruguayo, Zinedine no tuvo de otra más que seguir sus pasos. Entonces, interpretando a la perfección la romántica historia del ídolo, Zizou se hizo futbolista.

Zidane jugó tres Mundiales, en dos de ellos llegó a la final y en el otro no superó ni siquiera la primera fase: es la comedia del futbol. Su primera experiencia en una Copa del Mundo fue en Francia 1998, cuando, con apenas 26 años, cargó en su espalda las ilusiones de todo un país que soñaba con ver a su selección desfilar con la copa por los Campos Elíseos.

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Las cosas no fueron fáciles para el “10” aquel verano. Víctima de su carácter, muchas veces explosivo, Zidane se fue expulsado apenas en el segundo partido, luego de pegar un pisotón que a ojos del mundo resultó inexcusable. Pero el francés volvió para llevar a su Francia a la gran final. Ahí, con la Marsellesa retumbando en los cielos parisinos y ante un Saint Denis repleto, Zizou liquidó a los brasileños con dos cabezazos fulminantes, para finalmente levantar ante su gente la anhelada Copa del Mundo.

Luego de una decepcionante actuación en Corea-Japón por culpa de una lesión, el genio francés afrontó la cita en Alemania 2006 con esa consciencia que da el saber que se está haciendo algo por última vez. Un Zidane en plena madurez dio cátedra sobre aquellos campos teutones, y con su ritmo y cadencia, nuevamente llevó a Francia hasta la gran final, donde enfrentó a la siempre complicada Italia.

La gloria, que parecía reservada para el jugador francés, se escapó de repente, sin previo aviso, así, como suelen escaparse las cosas importantes de la vida, dejando en la retina una de las imágenes más dramáticas en la historia del futbol. Zidane, hasta entonces inmaculado, perdió los estribos ante insultos lanzados por el férreo defensor Marco Materazzi. Fuera de sí, el galo respondió con un cabezazo fulminante al pecho del italiano, que, como ficha de dominó, cayó al suelo ante la incredulidad del mundo.

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El árbitro argentino Horacio Elizondo retrasó cuanto pudo el veredicto, hasta que, sin otra opción más que ajusticiar al genio, le sacó la tarjeta roja a pocos minutos del final del tiempo suplementario. La última imagen de Zidane vestido de corto corresponde a un retrato tan humano como el propio futbol. El “10” que, camino a los vestuarios, se encuentra de frente con la Copa que pudo ser suya pero que no fue. Entonces, en un arrebato de conciencia, decide ignorarla, tal vez por respeto, por pudor. El jugador pasa de largo mientras se pierde en la oscuridad del túnel, con la mirada clavada, viendo hacia adentro, claro, como tantas otras veces.

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