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8, junio 2018 - 0:30

┃ José Ángel Rueda

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TEXTO: JOSÉ ÁNGEL RUEDA

ILUSTRACIÓN: ALEJANDRO OYERVIDES

Johan Cruyff jamás necesitó ganar una Copa del Mundo para asegurar su lugar en esa cancha de los genios. Sus triunfos se medían con parámetros distintos al resto. Cuestiones estéticas que iban más allá de una victoria o una derrota. El “Holandés Volador” irrumpió en el futbol como un autorretrato: vertiginoso, imponente, capaz de darle esperanza a un mundo que pensaba que no había más futbol después de Pelé.

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Alto, flaco y un tanto despeinado, Johan Cruyff llegó a los terrenos del mundo para reinventar el juego. Aportando a ese futbol que parecía quedarse viejo, nuevas fórmulas, movimientos artísticos potenciados por una velocidad nunca antes vista. Y es que lo suyo siempre fueron los cambios de ritmo, los arranques meteóricos combinados con la osadía de, por si fuera poco, nunca perder el balón.

Encasillarlo en una sola posición sería como faltarle al respeto a su filosofía. El holandés aprendió del entrenador Rinus Michels que el verdadero futbolista es aquel que sabe interpretar el juego. Es por eso que no era raro ver a Johan bajar a la zona defensiva para recoger el balón y luego, sin previo aviso, emprender esa corrida tan suya en la que de pronto se convertía en mediocampista, y ya por último en un delantero letal .

Como buen revolucionario, Cruyff siempre iba contra las reglas. Era un rebelde, pero con causa. Quizá de ahí su manía de siempre plantarle cara a lo preestablecido, de alterar una y otra vez las posiciones dentro del terreno de juego como si de fichas de ajedrez se tratara. Fiel a su estilo, el holandés llegaba al vestuario, y mientras el técnico daba la charla en el entretiempo, Johan fumaba obstinado, como si su genio se alimentara de aquellas particularidades.

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Johan jugó sólo una Copa del Mundo. Fue en Alemania, en 1974. El jugador holandés llegó a aquel Mundial con la etiqueta de genio, y no decepcionó, al tomar con naturalidad la estafeta que apenas cuatro años antes había dejado Pelé en el césped del Azteca. Cruyff maravilló al mundo con sus regates y sin mayor problema llevó a su selección a la gran final, donde se vio las caras nada más y nada menos que contra los anfitriones.

Aquel partido histórico en el Olímpico de Múnich dejó una de las pinturas más representativas de Johan Cruyff. Apenas el árbitro inglés John Taylor dio el silbatazo inicial, Holanda comenzó a tocar el balón por todo el terreno de juego. Cruyff, fiel a su costumbre, se ubicó en el mediocampo y de ahí se inventó una jugada inolvidable. El “Flaco” tomó el balón y a pura velocidad y regate dejó en el camino a tres rivales, hasta que Hoeness lo derribó dentro del área. Con apenas dos minutos y el marcador a su favor, bien pudo haber terminado así el partido. Ya todo estaba hecho. Pero el destino es caprichoso y la gloria le sería negada, tras una voltereta histórica de la férrea selección de Alemania.

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Las teorías alrededor de Cruyff y su viaje frustrado al Mundial del 1978 corresponden a una categoría casi mítica. Por años las ideas conspiratorias se dedicaron a buscarle los motivos a su ausencia. Se dijo de todo. Que si el holandés mantenía una disputa con los patrocinadores del uniforme, que si Cruyff había decidido no ir a la Argentina como protesta a la dictadura del general Videla, sin embargo, años más tarde, fue el mismo Johan quien se encargó de revelar que por aquellos días él y su familia habían sido víctimas de un intento de secuestro en Barcelona. De un día para otro, el futbol había dejado de ser lo más importante para el “Flaco”. Es comprensible, la vida es lo primero.

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