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Mira

5, febrero 2020 - 17:09

┃ José Ángel Rueda

NFL Football - Super Bowl LIV - Kansas City Chiefs v San Francisco 49ers - Hard Rock Stadium, Miami Gardens

Foto: Reuters

Los pasillos del aeropuerto tiemblan, casi parece que tienen vida. Hombres y mujeres vestidos de rojo caminan con el ritmo lento de quien ve algo por primera vez. Las horas en Miami van acompañadas de la expectativa. Como ese tiempo que avanza siempre a la espera de algo, de la culminación de algo. Aficionados de Jefes y 49ers aterrizan en la ciudad como una gota que cae repetidamente hasta que colma el vaso, entonces la marea roja se vuelve incontenible y arrasa con todo a su paso.

Con 11 Super Bowls en la cuenta, Miami organiza el evento con la confianza de quien ya lo sabe todo, como si todo estuviera ahí por algo, por decreto. Como una herencia de un mar que por momentos parece venirse encima, en la ciudad predominan los colores claros, aunque es en su cielo donde uno termina por perderse. Como un lienzo que conforme pasan las horas va dibujando figuras de múltiples colores, y que al llegar el atardecer, en ese preciso instante que antecede a la oscuridad, adopta un color rojizo, como la metáfora exacta de una tierra que a las carreras se ha vuelto roja, y que espera el momento de reinventarse y de adquirir por unas cuantas horas las costumbres ajenas y lejanas de San Francisco y Missouri.

Como si el viento revelara sus secretos, a Miami se le conoce a través del oído. De sus voces hispanas. De la salsa que suena incesantemente a través de la radio. De sus habitantes latinoamericanos que viajaron un buen día con la esperanza de encontrar una vida mejor, y la encontraron. Aunque antes tuvieron que aferrarse a sus costumbres para no olvidarlas, a su patria para no olvidar, a los olores de su comida, a sus sabores.

El aire de Miami es húmedo, casi que sofoca. Dice Osmar, el taxista cubano, que descifrar su clima resulta imposible, que es un misterio. Porque cuando parece que va a llover no llueve, y cuando en realidad llueve las gotas caen a cántaros, y después el cielo se abre para dar paso a una luz melancólica.

Hay una autopista que cruza todo Miami y que al estilo museo presenta las facetas de la ciudad de las mil caras. A la Pequeña Habana le sigue la soberbia de los rascacielos. Y luego, cuando la tierra se acaba, aparecen los grandes cruceros, como si se trataran edificios flotantes. Del otro lado, a un costado de complejos residenciales, los barcos de vela y los yates dibujan figuras repetidas y extrañas.

Cuando se acerca la noche, la costa de Miami Beach luce tranquila, como si el estruendo fuera incapaz de sacarla de su rutina. Son pocos los turistas que se animan a meterse a un mar embravecido y helado. Otros más, sentados en la arena, intercalados entre las tradicionales y coloridas casetas de salvavidas, dejan pasar el tiempo, para luego mirar con atención cómo el sol se resigna a morir por la línea casi imperceptible del horizonte. El Super Bowl se acerca y la calma pronto habrá de convertirse en caos.

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Bajo la sombra de los rascacielos del Downtown, en la extensa explanada del Bayfront Park, la marea roja rinde tributo a sus leyendas. El NFL live es algo así como un parque de diversiones donde la gente aprovecha para dejar su registro, cada lugar es una foto. Si el viernes la ciudad apenas comenzaba a tomar ritmo, el sábado es el día en el que todo se desborda.

En las zonas descampadas, más allá de la fuente central caracterizada de acuerdo a la ocasión con los números dorados del Súper Bowl, o en un emparrillado improvisado, algunos aficionados aprovechan para lanzar pases una y otra vez, y se creen Montana o Mahomes, o los dos, mientras la tarde pasa y llega la hora de comer algo porque el olor del carbón ya abrió el apetito.

Entonces las filas para comprar hamburguesas y los famosos tenders se hacen eternas, pero el tiempo en Miami sigue siendo un misterio. La gente aprovecha los minutos para mirar al horizonte, a ese mar lleno de cruceros que rompe una y otra vez con la costa y que parece asistir desde ahí a la ceremonia.

Poco a poco, con la lluvia, la marea roja se va dispersando por los barrios aledaños. El bullicio de la ciudad se mezcla con las voces monótonas de los predicadores a través de sus megáfonos. Hay quien se detiene a escuchar por unos segundos, aunque la mayoría se pasa de largo y continúa su camino, ensimismados, aferrados a otra fe, a otras creencias y a otros dioses. El Súper Bowl también es un acto de fe.

A Miami le pasa lo que a la mayoría de las ciudades. En la periferia, lejos de los lujos del Dowtown y más allá de Wynwood, un barrio donde las ideas se expresan a través de los graffitis en sus paredes, la desigualdad asoma su cara más cruel. Es arriba del transporte público donde realmente se conoce las costumbres de la gente, las caras verdaderas. A través de una avenida paralela a la gran autopista, arriba de un camión de primer mundo que avanza hacia el norte con un tercer mundo oculto y olvidado, un hombre ya mayor de orígen cubano reclama a los gritos un racismo que a simple vista no se ve, pero que existe y lastima. El olor a orines es penetrante, sin embargo, con el tiempo, que a veces cura todo, uno termina por acostumbrase, aunque sólo se trate de un triste engaño.

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Con la llegada del domingo, las miradas voltean irremediablemente al norte. La sensación general es que el tiempo transcurre siempre a la espera de algo. Dicen que en Miami después de un día lluvioso el tiempo enfría. La tormenta del sábado por la noche dejó un aire fresco que sopla sin tregua, como si uno caminara con un aire acondicionado pegándole de frente, y que, entre otras cosas, ha tenido la virtud de despejar el cielo y dejar una extraña y contradictoria sensación: hace calor y hace frío.

Lo que son las cosas. Cuando la playa de South Beach por fin cumplió su promesa de paraíso de sol ya era demasiado tarde. El estadio Hard Rock, en el lejano suburbio de los Miami Gardens, esperó paciente su momento de volverse indispensable. La falta de un medio de transporte efectivo alteró la rutina del aficionado, y generó que pasado el medio día, los alrededores se colmaran de carros que avanzan más lentos que el tiempo.

Al estadio se llega por los amplios caminos de Don Shula. La regla dice que en este país y en este deporte a las leyendas se les respeta. Y entre otros tributos casi siempre terminan por convertirse en calles o avenidas. A la distancia, desde la autopista que lo conecta con todo lo demás, el Hard Rock simula una carpa gigantesca que custodia algo así como un tesoro divino.

El tesoro divino es un mar rojizo que arrasa con todo a su paso. En la marea roja resulta difícil encontrar distinciones. Tan solo los nombres a la espalda ayudan a diferenciar a qué equipo es el que apoyan. Si Patrick Mahomes completara un pase por cada jersey con su apellido el Vince Lombardi ya sería suyo, pero el futbol americano se trata de otra cosa, o al menos eso creemos.

El estacionamiento del estadio se llena rápido y de inmediato desde las tantas puertas se forman filas interminables. No sin antes tomarse la foto de bienvenida, repetidamente, como si fuera un requisito, algo indispensable para saber que todo lo que se vive existe y es real. La espera sigue siendo un misterio en momentos como éste. Cerca de la entrada, en la zona sur, un grupo de cinco hombres tocan la batucada con botes de pintura. La gente, formada, escucha sin prestar mucha atención, aunque inconscientemente bailan y llevan el ritmo con la punta de los pies. Otros más buscan boletos con la voz monótona de quien sabe que no encontrará.Atrás, en los descampados, en un arrebato de imaginación, los niños lanzan pases, como un antídoto contra la espera. Entre ellos caminan policías con perros que olfatean cuanto puede en busca de artefactos sospechosos.

Al sonido de la batucada se le une un constante ir y venir de avionetas y helicópteros que sobrevuelan incesantemente el estadio. Como si la tierra no fuera suficiente, las avionetas surcan el cielo con anuncios publicitarios. El estadio está cercado por una extensa barda disfrazada de museo. Las figuras en caricatura de las mejores jugadas en la historia de la NFL van con un mensaje oculto para un día como éste, en este deporte no hay imposibles.

El viento resopla los olores del asado. Pequeños previos ubicados a lo largo de la explanada le dan sentido a la espera. A un costado de los autos, los aficionados sacan pequeñas sillas en las que se dedican a ver el tiempo pasar. En esa tradición tan extraña y ajena de convivir por el gusto.

En cuanto se abren las puertas, poco a poco, como si se tratara de un reloj de arena, los aficionados van ingresando serenamente al estadio. Los Jefes levantan las manos en señal de identidad. Los 49ers llevan cadenas que simulan oro, como un guiño a sus raíces californianas. Para entrar al estadio hay que cumplir todo un ritual. Una vez más las largas filas, los detectores de metal, la ansiedad del tiempo. Adentro, en cambio, la gente camina con calma, como quien tiene la certeza de que ha superado el último filtro y se dispone a dejarse llevar.

Al aficionado al futbol americano lo mueven las sensaciones. Como un grito enloquecido que enciende todo por dentro y que lo impulsa a seguir adelante más allá de las consecuencias. El Super Bowl es un culto que a su paso es capaz de todo, hasta de unificar colores, y que encuentra su sentido más profundo en una experiencia que se debate entre lo extravagante y lo extraordinario. A los lujos propios de una ciudad ostentosa y presumida como Miami se le han unido los de la NFL. Es la historia de un despilfarro justificado. Hay que vivirlo para contarlo.

La grada poco a poco se convierte en una vitrina de plegarias. Cada uno le reza a quien puede. El futbol americano permite pocas treguas, el tiempo, ese que antes no pasaba, suele transcurrir frenético. Esa sensación absoluta de en cada jugada estar al borde del abismo, a la espera de algo, bueno o malo pero algo. Si a los gritos nos vamos en la marea roja parece haber más Jefes, o quizá y solo sean más ruidosos, o los cincuenta años de sequía quedaron retumbando en su garganta hasta generar un rugido eufórico.

Con la víspera del partido, a la hora del himno, los soldados a la distancia, a través de las pantallas, roban aplausos espontáneos. El ritual se ha convertido en un espectáculo auténtico. Las notas finales se pierden en el estruendo de los aviones militares sobrevolando la zona. El ruido va mucho más allá. El evento más importante del deporte americano está en marcha.

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