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Mira

24, julio 2020 - 8:00

┃ José Ángel Rueda

Tokio2

Amanece en Japón. El mundo que habitamos es el del hubiera. El de las palabras que estaban destinadas a ser, pero no fueron. Nosotros, por ahora, haremos como que son, como que existen, porque es 24 de julio del 2020 y hay fechas que no se pueden olvidar así como así, que merecen una historia, aunque sea en la imaginación.

Amanece en Japón. Son las cinco de la mañana y es fácil imaginar al pico sagrado del Monte Fuji iluminado por los primeros rayos del sol que salen incandescentes desde el este. Lo hemos visto tantas veces, con su pico nevado que se impone sobre un cielo azul profundo. Por ahora, sin embargo, casi no tiene nieve, pero conforme el verano se agote su punta infinita se irá pintando de blanco, y entonces anunciará la llegada del frío. Desde su cima se alcanzan a ver los cerezos fulgurantes de los campos, iluminados por el resplandor de la mañana, y más al fondo, más allá de la quietud de los lagos, la ciudad que espera.

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La ciudad que espera y que despierta de a poco. Despiertan solo algunos, los que durmieron, los que pudieron, porque hay que recordar que el calendario colgado en la pared dice que es 24 de julio de 2020, el día que se inauguran sus Juegos Olímpicos, y algunas veces las emociones no se llevan bien con el sueño. Y los ojos, de tanto emocionarse, quedan condenados a permanecer abiertos, como a la espera del algo.

Pero ya amaneció y un cielo violeta ilumina el viernes. Los japoneses llevan siete años esperando este día. Cada día de los siete años que pasaron imaginaron este día, esta mañana que recién empieza. Y que conforme avanza, con sus horas lentas o sus horas vertiginosas, según sea el caso, los ruidos opacos de una ciudad que apenas despierta contrastan con la quietud del Monte Fuji, perturbada solo por el viento que sopla en las alturas y que parece revelar los secretos milenarios de su civilización.

Los turistas también ya están despiertos. Algunos salieron desde muy temprano de sus hoteles, y otros de sus cápsulas de apenas unos metros. De ese pedazo de tierra que les toca y que alcanza apenas para dormir, pero con eso es suficiente, porque parten de la idea de que la vida está afuera, en la ciudad sin límites.

Algunos ya caminan por los pasillos del Templo Sensoji, atraídos por su color carmesí, con su ofrenda a la misericordia. Llegaron muy temprano porque por la tarde deberán ir a otro templo, al nuevo Estadio Olímpico de Tokio, que a su modo, también es una ofrenda, pero no a la misericordia, sino a la evolución humana. Al menos eso se dicen los turistas que se encuentran en esas calles que vemos en las películas en las que los anuncios parecen caer como gotas desde el cielo. Eso se dicen los turistas, que se hablan con la licencia de quien viajó desde lejos para estar ahí y encontrarse, y decirle a los desconocidos, yo viajé miles de kilómetros para estar aquí y comprobar que el cuerpo humano no tiene límites.

En la Villa Olímpica, el tiempo de los atletas es otro. El día se hace lento y así es hasta la tarde, hasta que llega el momento de salir rumbo al estadio y los más experimentados caminan lento y observan como los más jóvenes se adelantan, sin controlar sus pasos. Y salen de la Villa y enfilan por las calles de Tokio que ya anuncian el atardecer reflejado en un cielo naranja intenso, y que viven una especie de calma. La calma que suele anticipar una tormenta. Atraviesan la zona de los rascacielos hasta que llegan al distrito de Shinanomachi, en Shinjuku. En el horizonte aparece la silueta del nuevo estadio Olímpico de Tokio, cuyas columnas de madera asemejan a los templos japoneses, pero también, si se le mira a través del lente de la historia, se alcanzan a ver los cimientos del viejo estadio Olímpico, o el fulgor de la llama encendida en lo alto del pebetero en el año de 1964, o la zancada milagrosa del etíope Abebe Bikila para ganar el maratón.

Entonces los atletas bajan y se internan en los túneles. Como si de pronto se metieran en las entrañas del olimpismo. Y de la grada llega el rumor de los espectadores, que ahora ya no solo hablan de los límites del cuerpo humano ni de la evolución, sino que arrojados por la emoción de una tribunas cada vez más pobladas, evocan las glorias de Jesse Owens ante la incrédula mirada de Hitler, de Carl Lewis, el hijo del viento. La rutina inmaculada de Nadia Comaneci en las barras asimétricas de Montreal. Del equilibrio imperturbable de Larisa Latynina. De Michael Phelps y su lucha con Neptuno por el dominio de los mares. De Usain Bolt y sus 9.58 segundos en la pista de Berlín. Mientras dicen esto, no pueden evitar sentir un poco de pena porque ya no los verán. Pero de pronto, como si la vida fuera sabia y comprendiera los ciclos de la naturaleza, los nombres de Simone Biles, Armand Duplantis y Kattie Ledecky se impulsan por el viento que ya para esas horas llegan a Japón, desde el Olimpo.

En esas están cuando un silencio congela el estadio, es el silencio que anuncia lo inminente.   Las 80 mil personas que abarrotan el graderío observan con atención, mientras las claves de la cultura japonesa se representan una a una sobre la pista. Y los minutos que vienen son vertiginosos, como si una máquina del tiempo se apoderara de la noche, porque de los samuráis, que conquistan con su filoso sable el archipiélago, pasamos a la figura de Mario Bross, que emerge de los túneles secretos, y después a la de Goku, con su fortaleza imperturbable, y por último, ya para cerrar el acto, a la de Sailor Moon y su fantasía. Cuando llega el momento cúspide, y la pista es la película completa de la historia de Japón, los guerreros se abrazan, en representación de la unión de los pueblos del mundo. Como los cinco aros olímpicos y los cinco continentes.

Luego viene el desfile. Y después de Grecia, las naciones van saliendo de los túneles del olimpismo. Y a su manera es como si todos los países caminaran con ellos y dieran la vuelta a la pista mientras alistan las armas con las que habrán de pelear en los días posteriores. Y tras una marcha extenuante, que por momentos amenaza con volverse infinita, salen Francia, Estados Unidos y finalmente Japón.

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Es en ese instante cuando una luz, la luz del fuego que robó Prometeo a los dioses para entregárselo a los humanos, guía el camino de los hombres. Y ahí está la llama, que viene desde Grecia, y que como los turistas, acumuló kilómetros de mundo para iluminar la noche japonesa y para ser testigo de los límites de la humanidad. El fuego, preservado por una antorcha hecha de aluminio, pero también de la resiliencia de su pueblo, avanza impertérrito en la mano de la mejor deportista japonesa de la historia, o del mejor deportista japonés de la historia, y luego, como si se tratara de una película de ciencia ficción, se abandona a los sueños de un auto volador que lo lleva en un viaje al futuro hasta el pebetero, en lo más alto del estadio.

Basta un chispazo para que el fuego extienda sus dominios, como una hoguera capaz de controlarlo todo. Si tan solo pudiéramos registrar la mirada de los presentes, sería posible replicar en cada uno de sus ojos la danza ardiente entre la llama y el viento. Con los Juegos Olímpicos inaugurados, la masa de gente se dispersa por las calles ardientes de Tokio. Por supuesto, será difícil que duerman.