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2, septiembre 2020 - 7:55

┃ José Ángel Rueda

camarillo

Es la mezcla del replicar de las teclas con el movimiento del rodillo de la máquina que antecede al renglón en blanco. El sonido repetido, monótono, como gotas en los charcos, hasta que de pronto se pierde en la normalidad de un espacio, y entonces es opacado por el estruendo de la rotativa unos metros más al fondo. Eran mediados de los años setentas y la redacción del Diario de los Deportistas, en Guillermo Prieto número 7, ardía como caldera a medida que se acercaba la hora del cierre. Esa hora que es para los periódicos un momento sagrado, siempre al borde de algo imprevisto, del qué nos falta, porque siempre hay algo que sale en el último minuto.

José Luis Camarillo, recién llegado a la poblada sección de boxeo comandada por don Antonio Hernández Hinojosa, llegaba apurado, con ese tiempo alterno que gobierna al periodista. Los pies punzantes de tanto recorrer los gimnasios en busca de la noticia grande. Había que jalar la silla, sacar la máquina del cajón y luego abandonarse al momento de la escritura. La Olivetti devoraba las cuartillas de papel revolución que apenas minutos más tarde se enfrentarían a las temidas plumas de los férreos correctores.

“Los reporteros andábamos con nuestro cuaderno. Yo generalmente doblaba una cuartilla o una hoja de papel bond, y me iba con mi pluma, ahí apuntaba yo las entrevistas con los peleadores, con los managers, era obligatorio ir a los gimnasios. Escribíamos a máquina, era un sonar acompasado, el tecleo, el ruido de los rodillos al darle vuelta a la hoja para seguir escribiendo”, recuerda José Luis Camarillo, quien ha sido parte del ESTO en 45 de los 79 años que tiene el periódico.  

Cuando salíamos de viaje, los fotógrafos llevaban una maleta extra repleta de químicos, cargaban un verdadero laboratorio, generalmente agarraban el cuarto del baño. Uno ya sabía que cuando llegábamos ellos se encerraban y hacían su revelado, luego las mandaban por telefoto. Nosotros mandábamos la nota por fax, había que llevar la máquina y luego mandar. O la dictábamos por teléfono, el teléfono era fundamental en las coberturas”.

Una vez con la nota escrita, la maquinaria de la información seguía su curso. Los formadores, que eran seis o siete, miraban desde el corazón de la redacción cómo el proceso se sucedía de forma vertiginosa. Mientras los reporteros escribían sin pausa, o los teletipos, al fondo, acumulaban incesantemente los rollos que daban cuenta de los cables de las agencias internacionales, los fotógrafos se encerraban en el cuarto oscuro para dar vida en el contraluz al proceso del revelado. Una vez que tenían todo el material sobre la mesa, comenzaban con el armado de la plana recargada en una especie de caballete, como el que ocupan los pintores.

La tarde, casi siempre, transcurría bajo el atento escrutinio de don Nacho Matus, que desde su oficina oteaba la redacción mientras escribía a detalle las crónicas que habrían de extenderse sin límite por las planas, relatos casi siempre descriptivos que le permitían al lector, a través de la simplicidad de la palabra, echar a volar la imaginación. “Uno de los astros de aquellos tiempos era don Nacho Matus, que incluso yo escuchaba que decían que el técnico de la Selección Mexicana era realmente Nacho Matus. Era algo reverencial. Sus crónicas empezaban en la página dos, luego en la tres y pase a la página cuatro”.

Cerca del cierre, al momento de decidir las portadas, cuando el olor a tinta ya anunciaba un diario nuevo, los grandes ídolos del deporte mexicano mantenían una lucha desconocida por la jerarquía del sepia. En los días importantes, los voceadores se agolpaban en la calle Miguel Schultz en busca de más ejemplares, lo mismo  en los puestos de periódicos, rebosantes de lectores que querían saber lo que había pasado la noche anterior.  La mañana estaba ya entrada cuando la rotativa seguía con su trajinar.

Rubén Olivares, el Púas, tenía el récord de ventas del ESTO, cuando se coronó en agosto de 1969 contra Lionel Rose. Se vendieron 530 mil ejemplares, que a las 10 de la mañana todavía estaban las rotativas porque los voceadores seguían pidiendo periódicos. Si te levantabas tarde ya no alcanzabas. Se vendía como se vende el pan caliente”.

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Otras noches, Camarillo dejaba los gimnasios para respirar el hervor de las arenas. A los pies del ring miraba atento los golpes, replicados en su libreta, y que a su vez, se replicarían en las páginas del periódico. El recuerdo de la primera batalla entre Chávez y Taylor, la del nocaut a pocos segundos del final, se impone en la memoria. “Fue como un rayo, esperando algo que te salve. Dos tarjetas lo daban como perdedor, Taylor era una máquina, hasta se levantó por instinto, pero estaba en otro mundo, Richard Steele lo notó y detuvo la pelea”.  La noche en Las Vegas terminó de golpe, aunque no para el reportero, aún había que mandar la crónica.

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