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2, septiembre 2021 - 0:30

┃ José Ángel Rueda

La historia del ESTO

JOSÉ ÁNGEL RUEDA 

FOTOS: Fototeca, hemeroteca y biblioteca “Mario Vázquez Raña”

El chileno Roberto Bolaño escribió alguna vez que cuando era niño le gustaba jugar a convertir los momentos felices en estatua. El juego del escritor, en plena consciencia de que pocas cosas son más efímeras que un recuerdo, apelaba a la fortaleza de la piedra para combatir la fragilidad de la memoria. Los ochenta años del periódico ESTO, en cierto modo, fundamentan su esencia en una idea parecida, en cada ejemplar que en su lucha perdura, y en cuyas páginas abundan historias que en su día representaron algo para alguien; es decir, el momento convertido en papel. 

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Los periódicos suelen tener una doble vida. En la fugacidad de su escritura se esconde un  propósito aún más grande que el de informar lo que ocurrió el día anterior. El lector compra su diario con el objetivo de conocer el detalle de lo que pasó, pero también lo hace para tener el testimonio de un momento que no quiere olvidar. Cuando todo pasa y se difumina, el papel, coloreado de amarillo por el rigor del tiempo, permanece. 

La historia del denominado Diario de los Deportistas se puede contar desde varias perspectivas, aunque hay una que es capaz de traspasar las generaciones gracias al relato de quien la ha vivido, esa que se cuenta con la agilidad con la que se cuentan los mitos. 

El diario fue fundado el 2 de septiembre de 1941, cuando el mundo se dirimía entre lo absurdo de una guerra. La primera portada retrata al licenciado Manuel Ávila Camacho mientras lee el informe presidencial, la contraportada, sin embargo, dibuja la figura de Horacio Casarín, en un remate acrobático. El resto de las planas contaban las hazañas que se libraban en los ruedos, o en los rings, o en los diamantes, o en los campos de futbol amateur, que ya advertían la necesidad del profesionalismo. 

Entonces, cuando los deportes eran una fuente inagotable de historias, el periódico ESTO ya estaba ahí para narrarlas. Entre las plumas que construyeron afanosamente su legado está la de Don Antonio Huerta, una de las grandes mentes del diario a mediados del siglo pasado. En su visión periodística había el fuego necesario para encender los ánimos de todo un país. La tradición siguió con Ignacio Matus, un cronista avanzado a su época. Había, sin embargo, otros grandes maestros, igualmente brillantes, como Don Francisco Lazo, en los toros, o Víctor Cota, en boxeo. 

Las crónicas de Don Nacho Matus constituyen una parte importante del imaginario colectivo del futbol de antes, el que no siempre se veía, entonces los aficionados recurrían a la lectura para crearse una imagen. Con sus palabras, el periodista era capaz de lograr en el lector la secuencia completa de una jugada, con todo y sus emociones; es decir, la parte abstracta del juego. La manera en la que analizaba los parados tácticos le daba sentido al relato. En su retórica aprendimos que el gol era una consecuencia, pocas veces una casualidad. Los extensos textos navegaban libremente por la marea sepia, cumpliendo el sueño de todo cronista de romper los límites del espacio.

En relatos plagados de épica, los nombres de las grandes plumas se siguen escuchando con fuerza en la redacción, como si su presencia se perpetuara entre los sonidos constantes de las teclas. Si uno se esfuerza, es posible imaginarlos sentados frente a la máquina, bajo una nube de humo, apresurados por el ritmo frenético del cierre.   

El Diario de los Deportistas cambió los paradigmas del periodismo deportivo. Era la década de los setenta, la época dorada de la prensa escrita, cuando la Organización Editorial Mexicana, liderada por Don Mario Vázquez Raña, adquirió un grupo de periódicos pertenecientes a la cadena periodística García Valseca. Entre ellos estaba el ESTO.

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La llegada de Don Mario, impulsor incansable del deporte, potenció la relación del diario con los deportistas. De pronto, las historias de los héroes dentro de la cancha encontraban sentido fuera de ella. Detrás del personaje inalcanzable había simples seres humanos, con sus defectos y virtudes. Cuentan que era común que los pasillos de la redacción se poblaran de las grandes estrellas, equipos completos que posaban a un costado del mítico logotipo, en la fotografía que al otro día daría vida a la portada, en su sepia inconfundible, ese tono que acompañó al diario hasta el 2018, cuando finalmente decidió abocarse por completo a la frescura del color en todas sus páginas. 

Mis primeros recuerdos del ESTO corresponden al mundo de la infancia. Cada fin de semana, cuando iba a comer a casa de mi Avi, es decir mi abuelo paterno, el periódico estaba en la mesa del comedor, con las hojas ligeramente desacomodadas, en clara señal de haber cumplido su objetivo. Mi abuela salía todos los días temprano a comprar el periódico, siempre en el mismo puesto. Mi Avi lo leía parsimonioso después de barrer el jardín. Don Ángel Rueda, caricaturista del diario por casi 30 años, abría el periódico y contemplaba su trabajo bajo el ojo distante del artista, leía el resto y volvía a lo suyo para después partir al estudio, al fondo de la casa, donde durante horas le daba vida a sus cartones deportivos. 

Yo aprovechaba ese momento para darle alguna hojeada, apenas sabía leer, entonces practicaba con los encabezados que narraban las primeras glorias del Necaxa de Alex Aguinaga. El color sepia estaba tan arraigado en mí que incluso pensaba que los periódicos de un color distinto eran los otros, y no el Diario de los Deportistas. 

Años después, cuando entré a trabajar al periódico, no olvido la primera sensación que me dejó la redacción, y el olor a tinta que se hacía más intenso conforme llegaba la noche y la rotativa rugía con fuerza dándole vida a los pliegos que horas después serían repartidos por toda la ciudad. No tardé ni un minuto en descubrir que era exactamente el mismo olor del estudio de mi abuelo, el olor de la tinta de los plumones, de los lienzos, de la opalina.

Mi Yayo, es decir, mi abuelo materno, también era un ferviente lector. Todas las mañanas salía de su departamento en la colonia Del Valle y en la esquina que se forma en las calles La Morena y Mier y Pesado le tocaba el claxon al voceador, que le llevaba al carro su periódico acompañado de un “Buenos días, profe”, que delataba su complicidad. Era parte de su rutina, como la de tantos otros lectores, que comenzaban su día con el ESTO en las manos. En alguna ocasión, en una larga correspondencia que mantuve con un fiel lector, me confesó que leía el periódico desde que costaba setenta centavos. Sus correos me conmovieron, porque en sus palabras atesoraba al periódico como el compañero de toda una vida. 

Tengo en mi librero un lugar destinado para los periódicos importantes. Son varios, aunque hay dos más especiales que el resto. Son del día que murieron mis dos abuelos. A veces los leo, ambos están amarillos, sin embargo, permanecen congelados en un tiempo infinito. Me gusta leer una columna que escribió Carlos Trápaga ese miércoles aciago, donde relata una conversación que tiene con mi abuelo. Ángel de la guarda, le dice, y luego hablan de las cosas de la vida y las cosas del futbol. Me gusta imaginarlo así, hablando de la vida y del futbol, en su estudio, como si fuera una estatua.

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