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13, febrero 2022 - 20:24

┃ José Ángel Rueda

Bengals afición

José Ángel Rueda

Foto: José Ángel Rueda

En las inmediaciones del SoFi Stadium, Lizardo pregunta desesperado si habrá pantallas que transmitan el partido ahí afuera. Viajó desde Ciudad Juárez, junto a su hijo Gerardo, para que viviera en carne propia la experiencia de un Super Bowl. En parte fue para eso, pero también para estar cerca de sus Bengals por si acaso son capaces de coronarse por primera vez.

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¿Cómo es que le vas a los Bengals?, le pregunto, y entonces me cuenta la historia de cuando era chico, y su papá les regaló a él y a su hermano unos uniformes. A uno le tocó el de Joe Montana, de los 49ers, a otro el del Cincinnati, de Boomer Esiason, era la víspera del Super Bowl de la temporada 1988. Al él le tocó el segundo. Mientras me lo dice, se ajusta los lentes con las micas de las rayas de los tigres de bengala. Lleva gorra y cubrebocas de los Bengals. Después enseña en su teléfono la foto que le tomaron a los 4 años, con los colores naranja y negro. Gerardo, en cambio, no quiso seguir con la tradición del padre, y él prefirió a los Steelers, aunque sabe que el presente sin Ben Roethlisberger no será sencillo.

Así como ellos, hay muchos aficionados que sólo se acercan al SoFi Stadium para vivir la experiencia. No tienen boleto, pero no pierden la esperanza de que un milagro de pronto les abra las puertas. Entonces se juntan en los alrededores y esperan. Eso sí, aprovechan para comprar algún recuerdo. Lo más vendido son las grandes cadenas que simulan el oro en las que cuelgan los escudos gigantes.

Fue una día soleado en Inglewood, la “Ciudad de los Campeones”, en ese estadio que se levanta a un costado del “Forum” de Los Ángeles, como si la gloria pudiera respirarse en lo puro del aire. Ahí los Lakers construyeron su leyenda, ahora, del otro lado de la calle, le toca a los Rams.
El SoFi Stadium tuvo que esperar dos años desde su inauguración para vivir un momento como este. Aunque es cierto que pasa el tiempo y la gente local no se puede acostumbrar, el hecho de tener un estadio de de 5 mil millones de dólares no ha caído del todo bien en los habitantes de Inglewood, que cada que hay partido tiene que cambiar de rutina por los cortes que se generan en la circulación.

El lujo del inmueble también ha potenciado la gentrificación de la zona, es decir, ese fenómeno que encarece la vida a medida de que se ofrecen más y mejores servicios. Pero ya no hay mucho que hacer, más que acostumbrarse, el estadio tiene pensado ser el epicentro del deporte de los Estados Unidos durante la próxima década. Aquí se espera que se jueguen instancias decisivas del Mundial del 2026 y dos años más tarde está en sus planes albergar la inauguración y la clausura de los Juegos Olímpicos del 2028.

 

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La gente, a pesar de las quejas, intenta sacar su parte. Los barrios circundantes despiertan temprano los días del partido, son casas pequeñas, casi todas de un piso, que abren el garaje y anuncian el parking en cartulinas blancas. Lo mismo pasa con los lotes y los estacionamientos de las plazas comerciales. El espacio puede valer hasta 100 dólares.

Los comentarios en la semana no eran distintos a los de hoy. Los taxis, por ejemplo, barruntaban un embotellamiento mayúsculo. “No se puede ni pasar, te pagan 15 dólares por estar dos horas parados en el tráfico. Acá con 15 dólares no pagas ni una sopa”, nos decía un conductor salvadoreño, la noche previa.

El tráfico fue lo esperado. La NFL dispuso de camiones para la prensa, pero cuando faltaban kilómetros la cosa se puso densa. Y eso que había cierto paso preferencial para los medios de comunicación. Entonces llegamos al perímetro de seguridad que impone el comité organizador en esta clase de eventos. Y bajamos.

Ahí nos encontramos a varios paisanos, con su sombrero de charro, y unas bocinas a la espalda en la que sonaba la chona. El compás atraía a los que pasaban, y se ponían a bailar con los tonos acelerados. El olor de los hot dogs con el tocino dominaba en el ambiente.
Aunque afuera era difícil decir cuál de los dos equipos era mayoría, ya adentro los Bengals lograron hacer multitud. En ese grito de “Who Dey” que viene de los tiempos en los que Cincinnati jugaba en el antiguo Riverfront Stadium y los vendedores de cerveza solían decirle “Hudy” a los visitantes. Acá están Los Ángeles, pero parece la jungla.

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Es curiosa la manera en la que se dan las aficiones. Poca gente le va a los Bengals fuera de Cincinnati, salvo Lizardo y algún otro conocido, pero él fue por un tema de suerte, o de destino, que no es lo mismo pero se parece. Mucho valor debe tener uno para irle a un equipo que casi nunca gana. Pero el futbol americano se construye de otras cosas, por ejemplo, de los ídolos, y esa playera de Joe Burrow, con su número 9, repetida hasta el infinito y en homenaje para el hombre que le cambió la cara a una franquicia.

Por el otro lado los Rams, que están en las mismas. Y esas generaciones partidas por la época en la que partieron a San Luis en busca de una suerte que no encontraban en la ciudad de Los Dodgers, los Lakers y hasta los Raiders. El fenómeno se ve en los padres y en los hijos, que caminan con los logos diferentes, pero de un mismo equipo. Aaron Donald, eso sí, es el hombre de la esperanza.

Como marca la costumbre, el estadio estuvo lleno, repleto, en el regreso de la máxima fiesta del futbol americano. Para quien mira desde la grada, lo rutinario cuenta con dosis cargadas de emoción. Por ejemplo, resulta imposible no sentir que la piel se eriza con las notas del himno de los Estados Unidos, con el sonido de los aviones, y los aplausos de quien siente en su letra la libertad, tantas veces prometida, o el estruendo de una multitud que que se ilusiona al unísono, o el rítmico movimiento de cabeza de 70 mil personas cuando las notas del rap imponen su ley.

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