José Ángel Parra
14, noviembre 2021 - 8:00
ESO FUE AYER
De antaño, cuando México jugaba las eliminatorias, el estadio Azteca era la solución a sus problemas. Por más apuros que pasara en el extranjero, la medicina era la Ciudad de México. Prácticamente todos los puntos estaban garantizados. Caribeños y centroamericanos solían llevarse auténticas palizas, mientras que los estadounidenses venían con la esperanza de no salir humillados del Coloso de Santa Úrsula.
Pero en aquel entonces existía un entorno propicio para sacarle jugo a la localía en un 100 por ciento. La Liga Mexicana sólo reunía a unos cuantos foráneos por equipo, por lo que el técnico nacional tenía múltiples opciones para elegir en cada posición. Además, en aquella época no había mexicanos en el extranjero. Hugo Sánchez era la excepción a la regla. Sin embargo, dicho entorno permitía, a los nuestros, sacar provecho de la altura de la CDMX, y el horario del mediodía fundía a los isleños, que hasta requerían de oxígeno. Los gringos también la pasaban muy mal. Salían a gatas del inmueble. Los aztecazos no estaban permitidos, ni imaginarlo siquiera. La presión de 100 mil gargantas convertía eso en un festín para la muchedumbre, que gritaba de todo en su desahogo futbolero. ¡Era la fiesta del alarido!
Hoy el Azteca se ha convertido en el peor enemigo del Tricolor, porque son los propios jugadores mexicanos, provenientes del exterior, quienes se ahogan, aún de noche; para colmo, hoy es muy raro que un conjunto de nuestro torneo juegue con mexicanos, y la escuadra que lo intenta por tradición -léase Chivas- es de las más malas del certamen. Debemos agregar que la multitud que aún asiste al inmueble santaursulero mejor no debe gritar, porque si lo hace, el numerito le juega en contra.
En el pasado, el futbol representaba (del tiempo “ya no”) un desahogo para la gente. Asistían a las tribunas para gritar de todo y contra todos. Y aunque evidentemente coincidimos en la necesidad de “civilizar” el comportamiento en las gradas (degradado desde el desafortunado origen del penoso grito homofóbico), también hay que entender que es ridículo encuadrar a los fanáticos como monjes tibetanos, máxime cuando se distribuyen bebidas que marean y el espectáculo no es acorde con la extraviada diversión.
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