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Mira

6, diciembre 2020 - 13:30

┃ José Ángel Rueda

Estadio-Azteca

Hay algo de contradictorio en la soledad de una grada vacía. La grada, que entre tanto no encuentra la forma de ser todo aquello para lo que fue creada. La repetición en fila, casi hasta hasta el infinito, da la idea de un espacio imposible de llenar. Y acaso eso sea. Cuando el futbol pensaba que su mayor pesadilla era quedarse sin goles, resultó que no, que había algo aún peor, que era quedarse sin aficionados, es decir, sin quien grite esos goles.

Los estadios vacíos son como volcanes dormidos. Desde la quietud de su entorno se intuye que adentro algo pasa. Que en sus entrañas, en este caso en lo verde del campo, el futbol trata como puede de ser el de siempre, pero no puede, porque le falta el rumor de la grada. El 2020, con su pandemia, nos ha dejado un futbol incompleto y por lo tanto algo incomprensible.

El entrenador Pep Guardiola, que entiende el juego a través de la relación directa que hay entre las sensaciones que emanan de la cancha y las que perciben los aficionados, ya lo advertía desde marzo, cuando los estadios comenzaron a quedarse vacíos. En cierto tono fatalista, el técnico del Manchester City declaró que no tenía mayor sentido el jugar sin público. Como una obra de teatro que se desarrolla ante el aplauso fantasma de la gente. La frase tenía mucho de retórica, pero también de verdad.

El futbol casi siempre encuentra en el hincha su sentido más puro. El que observa fundamenta la idea de que todo en este mundo tiene una razón. El aficionado es como un testigo capaz de registrar lo más bello de cuanto ocurre en la cancha. Sin su memoria, el futbol no es más que un casete en blanco. Cuenta la leyenda que el primer hincha en la historia nació en las lejanas tierras de Uruguay. Al calor de un potrero, el encargado de hinchar afanosamente los balones alentaba a los suyos al borde ardiente de la cancha. Sus gritos motivaban los embates dentro del terreno. Algo había en sus arengas con la capacidad de trascender en el juego. La imagen del hombre embravecido alimenta las sospechas de que a veces no existe nada más irresistible que ver rodar una pelota.

La pandemia, que a su paso hizo la vida menos vida y el futbol menos futbol, reinventó los sonidos del juego. Cuando los parlantes ceden en esa lucha del aliento artificial, la cancha cuenta sus secretos, hasta entonces ocultos por el rumor del público. Como esos partidos que se juegan en las colonias y su ruido se impone a los curiosos que miran. Amplificado por el espacio inédito del estadio, el balón desmiente la teoría de ser una bola de algodón. Al contrario, los golpes secos dan espacio al eco que reverbera  y que le da cierta violencia al juego.

Los gritos de los jugadores dejan ver esa batalla que le da forma al futbol, en la que ganar unos metros resulta fundamental. Es la batalla por el territorio, como en las guerras. Salimos, gritan los defensores cuando el balón finalmente se aleja. Aprieta, se escucha desde la banda que le gritan a los de arriba. Dos pasos a la izquierda, le grita el portero a su barrera para disminuir el peligro de un tiro libre.

Los jugadores buscan desesperadamente la respiración contenida del público cada que un balón pasa zumbando el poste. Los aplausos, que antes caían como en cascada desde la tribuna cada que el genio tocaba el pie del talentoso, ahora son tibios golpeteos que llegan desde las bancas o desde el propio campo y acaso son las sensaciones del juego, representada apenas por una minoría. No se escucha la fuerza implacable de los gritos cuando un equipo acecha el área del rival, una y otra vez, hasta que cae un gol casi por la fuerza del espíritu de los que observan con la fe como bandera.

El árbitro, por el contrario, también vive su realidad, ya no escucha la natural rechifla cada que el rumbo del partido lo obliga a tomar una decisión, y esté bien o esté mal, algún grito que antes llegaba desde la grada ahora no llega, ese grito, sin embargo, que suena en automático en la mente de todos, como configurado, porque son ruidos que se aprenden y quedan grabados previamente en la imaginación. La imaginación, como única arma.

Dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano que no existe nada menos vacío que un estadio vacío. Lo decía con la certeza de quien escuchaba rugir al Maracaná antes de dormir. Como si los cánticos y ese ruido tan único quedaran atrapados en un tiempo y un espacio infinito reservado para momentos oscuros como éste.

No es raro, por ejemplo, escuchar el You´ll Never Walk Alone en las míticas tribunas de Anfield cuando el Liverpool encara un partido en estos días. Esas gradas pobladas por decenas anuncios de publicitarios y una que otra bandera sin más fuerza que la propia, pero que antes, en una imagen que ahora nos parece de museo o de otro mundo o de otra vida, era pura gente levantando una bufanda roja.

La muerte de Diego Armando Maradona, por ejemplo, no dejó de ser un recordatorio de la nostalgia. Por la muerte en sí, pero también por lo que ya no se tiene, que es otra forma de morir. La imagen repetida del Gol del Siglo está acompañada por el fervor de la gente. A medida que el genio avanzaba y se quitaba a los rivales de cemento, la ovación crecía en su intensidad, hasta que en la cima de la definición del Diego el estruendo fue acorde a lo visto. La majestuosidad fue recíproca. Un Estadio Azteca enloquecido se rindió ante el poder de lo inexplicable.

Al futbol de estos días le falta el poder ir a la cancha. Los niños que caminan de la mano de sus padres, dispuestos, con los ojos bien abiertos, a lo desconocido. Los hinchas que suben un tanto ansiosos por las extensas rampas con la ilusión de divisar el césped verde e inmaculado a través de los túneles. Esa imagen que queda guardada para siempre con la intensidad de la primera vez. Perderse en el asombro de un estadio lleno, repleto en serio. Gritar un gol sin la distancia que impone el presente, sin que el grito de gol se contenga detrás del cubrebocas.

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